El ama, de José María Gabriel y Galán | Poema

    Poema en español
    El ama

       I 


    Yo aprendí en el hogar en qué se funda 
    la dicha más perfecta, 
    y para hacerla mía 
    quise yo ser como mi padre era 
    y busqué una mujer como mi madre 
    entre las hijas de mi hidalga tierra. 
    Y fui como mi padre, y fue mi esposa 
    viviente imagen de la madre muerta. 
    ¡Un milagro de Dios, que ver me hizo 
    otra mujer como la santa aquella! 
    Compartían mis únicos amores 
    la amante compañera, 
    la patria idolatrada, 
    la casa solariega, 
    con la heredada historia, 
    con la heredada hacienda. 
    ¡Qué buena era la esposa 
    y qué feraz mi tierra! 
    ¡Qué alegre era mi casa 
    y qué sana mi hacienda, 
    y con qué solidez estaba unida 
    la tradición de la honradez a ellas! 
    Una sencilla labradora, humilde, 
    hija de oscura castellana aldea; 
    una mujer trabajadora, honrada, 
    cristiana, amable, cariñosa y seria, 
    trocó mi casa en adorable idilio 
    que no pudo soñar ningún poeta. 
    ¡Oh, cómo se suaviza 
    el penoso tragín de las faenas 
    cuando hay amor en casa 
    y con él mucho pan se amasa en ella 
    para los pobres que a su sombra viven, 
    para los pobres que por ella bregan! 
    ¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo, 
    y cuánto por la casa se interesan, 
    y cómo ellos la cuidan, 
    y cómo Dios la aumenta! 
    Todo lo pudo la mujer cristiana, 
    logrólo todo la mujer discreta. 
    La vida en la alquería 
    giraba en torno de ella 
    pacífica y amable, 
    monótona y serena... 
    ¡Y cómo la alegría y el trabajo 
    donde está la virtud se compenetran! 
    Lavando en el regato cristalino 
    cantaban las mozuelas, 
    y cantaba en los valles el vaquero, 
    y cantaban los mozos en las tierras, 
    y el aguador camino de la fuente, 
    y el cabrerillo en la pelada cuesta... 
    ¡Y yo también cantaba, 
    que ella y el campo hiciéronme poeta! 
    Cantaba el equilibrio 
    de aquel alma serena 
    como los anchos cielos, 
    como los campos de mi amada tierra; 
    y cantaba también aquellos campos, 
    los de las pardas, onduladas cuestas, 
    los de los mares de enceradas mieses, 
    los de las mudas perspectivas serias, 
    los de las castas soledades hondas, 
    los de las grises lontananzas muertas... 
    El alma se empapaba 
    en la solemne clásica grandeza 
    que llenaba los ámbitos abiertos 
    del cielo y de la tierra. 
    ¡Qué placido el ambiente, 
    qué tranquilo el paisaje, qué serena 
    la atmósfera azulada se extendía 
    por sobre el haz de la llanura inmensa! 
    La brisa de la tarde 
    meneaba, amorosa, la alameda, 
    los zarzales floridos del cercado, 
    los guindos de la vega, 
    las mieses de la hoja, 
    la copa verde de la encina vieja... 
    ¡Monorrítmica música del llano, 
    qué grato tu sonar, qué dulce era! 
    La gaita del pastor en la colina 
    lloraba las tonadas de la tierra, 
    cargadas de dulzuras, 
    cargadas de monótonas tristezas, 
    y dentro del sentido 
    caían las cadencias 
    como doradas gotas 
    de dulce miel que del panal fluyeran. 
    La vida era solemne; 
    puro y sereno el pensamiento era; 
    sosegado el sentir, como las brisas; 
    mudo y fuerte el amor, mansas las penas, 
    austeros los placeres, 
    raigadas las creencias, 
    sabroso el pan, reparador el sueño, 
    fácil el bien y pura la conciencia. 
    ¡Qué deseos el alma 
    tenía de ser buena 
    y cómo se llenaba de ternura 
    cuando Dios le decía que lo era! 



       II 


    Pero bien se conoce 
    que ya no vive ella; 
    el corazón, la vida de la casa 
    que alegraba el tragín de las tareas, 
    la mano bienhechora 
    que con las sales de enseñanzas buenas 
    amasó tanto pan para los pobres 
    que regaban, sudando, nuestra hacienda. 
    ¡La vida en la alquería 
    se tiñó para siempre de tristeza! 
    Ya no alegran los mozos la besana 
    con las dulces tonadas de la tierra, 
    que al paso perezoso de las yuntas 
    ajustaban sus lánguidas cadencias. 
    Mudos de casa salen, 
    mudos pasan el día en sus faenas, 
    tristes y mudos vuelven 
    y sin decirse una palabra cenan; 
    que está el aire de casa 
    cargado de tristeza, 
    y palabras y ruidos importunan 
    la rumia sosegada de las penas. 
    Y rezamos reunidos el rosario 
    sin decirnos por quién..., pero es por ella, 
    que aunque ya no su voz a orar nos llama, 
    su recuerdo querido nos congrega, 
    y nos pone el rosario entre los dedos 
    y las santas plegarias en la lengua. 
    ¡Qué días y qué noches! 
    ¡Con cuánta lentitud las horas ruedan 
    por encima del alma que está sola 
    llorando en las tinieblas! 
    Las sales de mis lágrimas amargan 
    el pan que me alimenta; 
    me cansa el movimiento, 
    me pesan las faenas, 
    la casa me entristece 
    y he perdido el cariño de la hacienda. 
    ¡Qué me importan los bienes 
    si he perdido mi dulce compañera! 
    ¡Qué compasión me tiene mis criados 
    que ayer me vieron con el alma llena 
    de alegrías sin fin que rebosaban 
    y suyas también eran! 
    Hasta el hosco pastor de mis ganados, 
    que ha medido la hondura de mi pena, 
    si llego a su majada 
    baja los ojos y ni hablar quisiera; 
    y dice al despedirme: «Ánimo, amo; 
    'haiga' mucho valor y 'haiga pacencia'...» 
    Y le tiembla la voz cuando lo dice 
    y se enjuga una lágrima sincera, 
    que en la manga de la áspera zamarra 
    temblando se le queda... 
    ¡Me ahogan estas cosas, 
    me matan de dolor estas escenas! 
    ¡Que me anime, pretende, y él no sabe 
    que de su choza en la techumbre negra 
    le he visto yo escondida 
    la dulce gaita aquélla 
    que cargaba el sentido de dulzura 
    y llenaba los aires de cadencias!... 
    ¿Por qué ya no la toca? 
    ¿Por qué los campos su tañer no alegra? 
    Y el atrevido vaquerillo sano, 
    que amaba a una mozuela 
    de aquellas que trajinan en la casa, 
    ¿por qué no ha vuelto a verla? 
    ¿Por qué no canta en los tranquilos valles? 
    ¿Por qué no silba con la misma fuerza? 
    ¿Por qué no quiere restallar la honda? 
    ¿Por qué esta muda la habladora lengua 
    que al amo le contaba sus sentires 
    cuando el amo le daba su licencia? 
    «¡El ama era una santa!»..., 
    me dicen todos cuando me hablan de ella. 
    «¡Santa, santa!», me ha dicho 
    el viejo señor cura de la aldea, 
    aquel que le pedía 
    las limosnas secretas 
    que de tantos hogares ahuyentaban 
    las hambres y los fríos y las penas. 
    ¡Por eso los mendigos 
    que llegan a mi puerta 
    llorando se descubren 
    y un padrenuestro por el «ama» rezan! 
    El velo del dolor me ha oscurecido 
    la luz de la belleza. 
    Ya no saben hundirse mis pupilas 
    en la visión serena 
    de los espacios hondos, 
    puros y azules, de extensión inmensa. 
    Ya no sé traducir la poesía, 
    ni del alma en la médula me entra 
    la inmensa melodía del silencio 
    que en la llanura quieta 
    parece que descansa, 
    parece que se acuesta. 
    Será puro el ambiente, como antes, 
    y la atmósfera azul será serena, 
    y la brisa amorosa 
    moverá con sus alas la alameda, 
    los zarzales floridos, 
    los guindos de la vega, 
    las mieses de la hoja, 
    la copa verde de la encina vieja... 
    Y mugirán los tristes becerrillos, 
    lamentando el destete, en la pradera, 
    y la de alegres recentales dulces 
    tropa gentil escalará la cuesta 
    balando plañideros 
    al pie de las dulcísimas ovejas; 
    y cantará en el monte la abubilla, 
    y en los aires la alondra mañanera 
    seguirá derritiéndose en gorjeos, 
    musical filigrana de su lengua... 
    Y la vida solemne de los mundos 
    seguirá su carrera 
    monótona, inmutable, 
    magnífica, serena... 
    Mas ¿qué me importa todo, 
    si el vivir de los mundos no me alegra, 
    ni el ambiente me baña en bienestares, 
    ni las brisas a música me suenan, 
    ni el cantar de los pájaros del monte 
    estimula mi lengua, 
    ni me mueve a ambición la perspectiva 
    de la abundante próxima cosecha, 
    ni el vigor de mis bueyes me envanece, 
    ni el paso del caballo me recrea, 
    ni me embriaga el olor de las majadas, 
    ni con vértigos dulces me deleitan 
    el perfume del heno que madura 
    y el perfume del trigo que se encera? 
    Resbala sobre mí sin agitarme 
    la dulce poesía en que se impregnan 
    la llanura sin fin, toda quietudes, 
    y el magnífico cielo, todo estrellas, 
    y ya mover no pueden 
    mi alma de poeta, 
    ni las de mayo auroras nacarinas 
    con húmedos vapores en las vegas, 
    con cánticos de alondra y con efluvios 
    de rociadas frescas, 
    ni éstos de otoño atardeceres dulces 
    de manso resbalar, pura tristeza 
    de la luz que se muere 
    y el paisaje borroso que se queja... 
    ni las noches románticas de julio, 
    magníficas, espléndidas, 
    cargadas de silencios rumorosos 
    y de sanos perfumes de las eras; 
    noches para el amor, para la rumia 
    de las grandes ideas, 
    que a la cumbre al llegar de las alturas 
    se hermanan y se besan... 
    ¡Cómo tendré yo el alma, 
    que resbala sobre ella 
    la dulce poesía de mis campos 
    como el agua resbala por la piedra! 
    Vuestra paz era imagen de mi vida, 
    ¡oh campos de mi tierra! 
    Pero la vida se me puso triste 
    y su imagen de ahora ya no es esa: 
    en mi casa, es el frío de mi alcoba, 
    es el llanto vertido en sus tinieblas; 
    en el campo, es el árido camino 
    del barbecho sin fin que amarillea. 



    . . . 



    Pero yo ya sé hablar como mi madre 
    y digo como ella 
    cuando la vida se le puso triste: 
    «¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!»