La espigadora, de José María Gabriel y Galán | Poema

    Poema en español
    La espigadora

    ¿Vas a espigar, Isabel? 
    ¡Cuánto siento, criatura, 
    que bese el sol esa piel 
    que tiene jugo y frescura 
    de pétalos de clavel! 

    Sé que espigar necesitas, 
    porque, aunque al sol te marchitas, 
    no es bueno que huelgue y duerma 
    quien tiene cuatro hermanitas 
    y tiene a su madre enferma. 

    Mas díganme humanos ojos 
    si te hizo Naturaleza 
    para que en estos rastrojos, 
    hieran tus pies los abrojos 
    y abrase el sol tu cabeza. 

    Entre pintados cristales 
    de alcázares ideales 
    hay cien reinas poderosas... 
    ¡Para la más bellas cosas 
    no tiene el mundo fanales! 

    Isabel: no puedo amar; 
    no puedo abrirte la puerta 
    de mi pecho y de mi hogar, 
    porque a otra Isabel, ya muerta, 
    se los juré consagrar. 

    Y eres tan bella, Isabel, 
    que tengo duda cruel 
    de si serás sombra bella 
    de aquella eclipsada estrella 
    que viene a ver si soy fiel. 

    Lo digo por tus miradas, 
    que parecen oleadas 
    del piélago de la gloria 
    y no pobres llamaradas 
    de bella mortal escoria; 

    lo digo porque me suena 
    tu voz a salmo cristiano: 
    lo digo porque eres buena, 
    porque eres casta y serena 
    como noche de verano. 

    ¡Isabel: no puedo amar! 
    Dios sabe que si pudiera 
    partir contigo mi hogar 
    ahora mismo te dijera: 
    -No vayas, niña, a espigar, 

    que cerca de ese desierto 
    tengo una casa y un huerto 
    que entolda un viejo parral 
    donde estarás a cubierto 
    del beso de mi rival, 

    y si espigar necesitas..., 
    ¡descanse mi reina y duerma!, 
    que está en mis trojes benditas 
    el pan de tus hermanitas 
    y el pan de tu madre enferma. 

    Mas ni estas puras y sanas 
    consolaciones cristianas 
    puedo pedir al amor..., 
    ¡dijeran lenguas villanas 
    que andaba en ello tu honor! 

    Vete a espigar, moza mía, 
    que si el mundo fuese honrado, 
    como tu honor merecía, 
    contigo a espigar iría 
    quien sabe lo que es sagrado; 

    contigo se fuera, hermosa, 
    por el desierto ardoroso, 
    quien tiene por cierta cosa 
    que nadie mancha una rosa 
    si no es un reptil baboso. 

    En el rincón de ese ardiente 
    desierto que el sol calcina 
    tengo yo un prado riente 
    con una pomposa encina 
    y una purísima fuente; 

    y bajo el palio frondoso 
    que apaga el fuego del cielo, 
    yo te dejara gozoso 
    oyendo el decir copioso 
    del agua del regatuelo, 

    y yo, afrontando fatigas 
    bajo ese cielo que arde, 
    diera envidia a las hormigas 
    para llevarte a la tarde 
    rubias manadas de espigas. 

    ¡No puedo, sol de mis ojos! 
    Tendrás que ir sola, Isabel, 
    para que en esos rastrojos 
    hieran tus pies los abrojos 
    y el sol mancille tu piel. 

    Tendré que verte a la vuelta, 
    cuando a tu pobre hogar vayas, 
    la trenza del jubón suelta, 
    rotas las pulidas sayas, 
    la cabellera revuelta, 

    con polvo y sudor pegado 
    sobre las sienes el pelo 
    y hundido el seno abultado, 
    y el alto dorso encorvado, 
    y el casto mirar al suelo. 

    Y fuerza será que vea 
    cómo el sol de los rastrojos 
    tu piel de rosa broncea 
    y cómo escalda y orea 
    tus húmedos labios rojos. 

    Mas vete sola, Isabel, 
    que, aunque me cause dolor 
    que el sol mancille tu piel, 
    es más injusto y crüel 
    que el mundo empañe tu honor. 

    Mejor que un decir artero 
    mil veces llorar prefiero 
    bellezas que el sol se lleve... 
    ¡Virgen de bronce te quiero 
    mejor que Venus de nieve!