La pedrada, de José María Gabriel y Galán | Poema

    Poema en español
    La pedrada

       I 


    Cuando pasa el Nazareno 
    de la túnica morada, 
    con la frente ensangrentada, 
    la mirada del Dios bueno 
    y la soga al cuello echada, 

    el pecado me tortura, 
    las entrañas se me anegan 
    en torrentes de amargura, 
    y las lágrimas me ciegan, 
    y me hiere la ternura... 



    . . . . . . . . . . . . . . . . 



    Yo he nacido en esos llanos 
    de la estepa castellana, 
    donde había unos cristianos 
    que vivían como hermanos 
    en república cristiana. 

    Me enseñaron a rezar, 
    enseñáronme a sentir 
    y me enseñaron a amar; 
    y como amar es sufrir, 
    también aprendía a llorar. 

    Cuando esta fecha caía 
    sobre los pobres lugares, 
    la vida se entristecía, 
    cerrábanse los hogares 
    y el pobre templo se abría. 

    Y detrás del Nazareno 
    de la frente coronada, 
    por aquel de espigas lleno 
    campo dulce, campo ameno 
    de la aldea sosegada, 

    los clamores escuchando 
    de dolientes Misereres, 
    iban los hombres rezando, 
    sollozando las mujeres 
    y los niños observando... 

    ¡Oh, qué dulce, qué sereno 
    caminaba el Nazareno 
    por el campo solitario, 
    de verdura menos lleno 
    que de abrojos el Calvario! 

    ¡Cuán süave, cuán paciente 
    caminaba y cuán doliente 
    con la cruz al hombro echada, 
    el dolor sobre la frente 
    y el amor en la mirada! 

    Y los hombres, abstraídos, 
    en hileras extendidos, 
    iban todos emcapados, 
    con hachones encendidos 
    y semblantes apagados. 

    Y enlutadas, apiñadas, 
    doloridas, angustiadas, 
    enjugando en las mantillas 
    las pupilas empañadas 
    y las húmedas mejillas, 

    viejecitas y doncellas, 
    de la imagen por las huellas 
    santo llanto iban vertiendo... 
    ¡Como aquellas, como aquellas 
    que a Jesús iban siguiendo! 

    Y los niños, admirados, 
    silenciosos, apenados, 
    presintiendo vagamente 
    dramas hondos no alcanzados 
    por el vuelo de la mente, 

    caminábamos sombríos 
    junto al dulce Nazareno, 
    maldiciendo a los Judíos, 
    «que eran Judas y unos tíos 
    que mataron al Dios bueno». 



       II 


    ¡Cuántas veces he llorado 
    recordando la grandeza 
    de aquel echo inusitado 
    que una sublime nobleza 
    inspiróle a un pecho honrado! 

    La procesión se movía 
    con honda calma doliente, 
    ¡Qué triste el sol se ponía! 
    ¡Cómo lloraba la gente! 
    ¡Cómo Jesús se afligía...! 

    ¡Qué voces tan plañideras 
    el Miserere cantaban! 
    ¡Qué luces, que no alumbraban, 
    tras las verdes vidrïeras 
    de los faroles brillaban! 

    Y aquél sayón inhumano 
    que al dulce Jesús seguía 
    con el látigo en la mano, 
    ¡qué feroz cara tenía! 
    ¡qué corazón tan villano! 

    ¡La escena a un tigre ablandara! 
    Iba a caer el Cordero, 
    y aquel negro monstruo fiero 
    iba a cruzarle la cara 
    con un látigo de acero... 

    Mas un travieso aldeano, 
    una precoz criatura 
    de corazón noble y sano 
    y alma tan grande y tan pura 
    como el cielo castellano, 

    rapazuelo generoso 
    que al mirarla, silencioso, 
    sintió la trágica escena, 
    que le dejó el alma llena 
    de hondo rencor doloroso, 

    se sublimó de repente, 
    se separó de la gente, 
    cogió un guijarro redondo, 
    miróle al sayón la frente 
    con ojos de odio muy hondo, 

    paróse ante la escultura, 
    apretó la dentadura, 
    aseguróse en los pies, 
    midió con tino la altura, 
    tendió el brazo de través, 

    zumbó el proyectil terrible, 
    sonó un golpe indefinible, 
    y del infame sayón 
    cayó botando la horrible 
    cabezota de cartón. 

    Los fieles, alborotados 
    por el terrible suceso, 
    cercaron al niño airados, 
    preguntándole admirados: 
    -¿Por qué, por qué has hecho eso?... 

    Y él contestaba, agresivo, 
    con voz de aquellas que llegan 
    de un alma justa a lo vivo: 
    -«¡Porque sí; porque le pegan 
    sin hacer ningún motivo!» 



       III 


    Hoy, que con los hombres voy, 
    viendo a Jesús padecer, 
    interrogándome estoy: 
    ¿Somos los hombres de hoy 
    aquellos niños de ayer?