A la poesía, de Juan Gil-Albert | Poema

    Poema en español
    A la poesía

    Al fin, rendida entre mis suaves brazos, 
    me has concedido el don de tus deseos, 
    ¡oh virgen maternal, extraño sueño 
    que conturba al poeta! Adolescente 
    yo te rondé, como un antiguo novio 
    ronda la misteriosa casa amada 
    y tras de aquellos cercos, algún día, 
    logré verte pasar, apenas sombra 
    entrevista en las luces de mis ojos. 
    Como tantos que aspiraban a hablarte 
    consumía mi juventud buscando 
    las palabras que guardan en su fondo 
    un fulgor inicial, y aventuraba 
    mis ramilletes cerca de esos prados 
    en cuya palpitante lozanía 
    enfriábanse duras como piedras 
    las pruebas de mi amor. Algún aplauso 
    premiaba mis desvelos, porque el hombre 
    conmuévese ante todo lo que rinde 
    la lucha ajena, mas otros designios 
    quieren que no haya esfuerzo en esos dones 
    con que la gracia sabe coronamos 
    ligera, como el ánimo que envía 
    viento fresco en el día caluroso, 
    o hace engendrar al hijo de la gloria 
    en un raro momento de cansancio. 
    Así tú, aprovechando del descuido 
    de mi ocio, te entraste hasta mis labios 
    sin que yo lo supiera, igual que ignora 
    el que duerme la luz de la mañana 
    mojándole los párpados, y dentro 
    de su plácido sueño está ya el día. 
    Délficas desde entonces van sonando 
    mis graciosas palabras cuando hierve 
    dentro de mí la extraña fuerza hermosa 
    que alimentó los juegos de los hombres 
    por la boca sagrada del tebano 
    que ensalzó el agua, como un raro olivo 
    de magnífica sed, la que más tarde, 
    en la divina siesta del que siempre 
    conducirá rebaños, compartía 
    con él el claro queso. ¡Oh fértil sombra, 
    que en mi leve saliva depositas 
    la miel en que renace como un soplo 
    la antigüedad! De todas las amantes, 
    sólo en ti el rastro del amor no queda 
    como una mancha, como un eco oscuro, 
    y así veo en la huella que ha dejado 
    la locura de aquel que en su pureza 
    dialogó con las viejas primaveras 
    de la divinidad, resplandeciente 
    la transida cabeza de ese casi 
    cisne de Suabia envuelto por las brumas 
    de su melancolía. ¿Cómo el rayo 
    que aniquila la vida puede a veces 
    entreabrir en nosotros ese verde 
    suspiro en que se escapan las canciones 
    halagadoras? Rudo es el mensaje 
    para el que canta, mas lo que destruye 
    su vigor encendido sólo deja, 
    como trazas de su misión, los suaves 
    versos que el hombre escucha embelesado, 
    como esa extraña claridad que flota 
    tras la ruin tormenta. ¡Oh poesía! 
    Un dulce maleficio te estremece 
    como alguien que estando entre los dioses 
    no alcanza su serena y reposante 
    naturaleza, o bebe la ambrosía 
    con torvo ceño y queda trastornada 
    en medio de aquel círculo de fuego 
    que corona las frentes silenciosas. 
    Una terrenal ansia comunicas 
    turbados a los graves comensales 
    de aquel festín, mientras que hacia la tierra 
    arrojas esos grumos del incienso 
    que exalta el alma y déjala sombría 
    de ambiciones; unos y otros luchan 
    atraídos por el misterio ajeno 
    y a través del poeta se contemplan 
    la faz de la ilusión, mientras expira 
    por mis labios el genio que te oculta. 

    • Si alguien me preguntara cuando un día 
      llegue al confín secreto: ¿qué es la tierra? 
      diría que un lugar en que hace frío 
      en el que el fuerte oprime, el débil llora, 
      y en el que como sombra, la injusticia, 
      va con su capa abierta recogiendo 

    • Al fin, rendida entre mis suaves brazos, 
      me has concedido el don de tus deseos, 
      ¡oh virgen maternal, extraño sueño 
      que conturba al poeta! Adolescente 
      yo te rondé, como un antiguo novio 
      ronda la misteriosa casa amada 
      y tras de aquellos cercos, algún día, 

    • Cuando eras una joven indefensa 
      con aquel cuello frágil levantando 
      la lozana cabeza en que esplendía 
      el amplio sol su dulce arrobamiento, 
      y cual pájaro o flor que nada teme 
      abre al espacio el curso de sus alas 
      o sus pétalos tiñe ardientemente 

    • En los postreros días del invierno 
      las claras lluvias alzan del abismo 
      un velo luminoso. Despejados espacios 
      flotan sobre las aguas invernales, 
      y un recóndito prado verdeante 
      surge ligero. Entonces una sombra 
      graciosamente andando reaparece