La primera tentación de la serpiente, de Juan Gil-Albert | Poema

    Poema en español
    La primera tentación de la serpiente

    En el tiempo en que el hombre estuvo solo, 
    en la paradisíaca complacencia 
    de lo creado, errante por los bosques 
    de las primeras sombras tentadoras 

    al descanso, cuando el sol y la luna 
    parecían venir y suspenderse 
    para mirar atónitos la gracia 
    originaria, el don de la sonrisa 

    en este solitario favorito 
    de la divinidad, un gran trastorno 
    turbó sus naturales inocencias 
    porque la sierpe atenta le espiaba 

    sus paseos dichosos. No le tuvo 
    que hacer llegar al claro son del agua 
    para rendirlo allí a aquel sobresalto 
    de su desnudo cuerpo. El hombre mismo 

    lo iba presintiendo lentamente 
    en un extraño triunfo deleitoso 
    subiéndole a los labios el aroma 
    de una oscura arrogancia. El se veía 

    contemplado en los ojos infinitos 
    de Dios, con tales muestras de ternura 
    surcadas por las ondas amorosas 
    de la benevolencia, que en su hondo 

    corazón, recién hecho para el juego 
    demoníaco, oyó que unos murmullos 
    iniciaban los pálidos temblores 
    de la inquieta soberbia. Los prodigios 

    le rodeaban, valles y montañas, 
    los mugidos pasmosos, los olores, 
    la virtud transparente de los aires, 
    el agua que deslumbra y los astros 

    musicales; a todo prefería 
    Dios al mirarlo el soplo de su cuerpo, 
    ese cuerpo que el hombre adivinaba 
    tan leve y soberano entre las cosas. 

    Tocaba su nacida primavera, 
    el puro despertar de los sentidos, 
    la latente llamada de su pecho, 
    la fresca frente en medio de las crines 

    o plumas negras suaves a sus manos. 
    Y cayó enamorado de sí mismo, 
    en una gran torpeza venturosa 
    medio triste y contento en ese instinto 

    precursor de su raza. Iba solo 
    por las recientes sombras de la tierra, 
    para escuchar el crespo torbellino 
    de su sangre; la sierpe proyectaba 

    su doble imagen, y la idolatría 
    adolescente puso sus cimientos 
    en esa soledad reveladora 
    de la belleza. Dios quiso salvarle 

    de esa gran tentación, y entre las hojas 
    de un arbusto florido abrió la vida 
    de la mujer, que apenas despertada 
    vio al hombre ante sus ojos indefensos 

    y lo halló ya tan lleno del misterio 
    de existir que, inclinada libremente, 
    sintió hacia él su dulce dependencia. 
    La pupila de Dios volvió al reposo 

    de sus mejores días tras el goce 
    del sueño realizado, mas no pudo 
    borrar de algunos hijos de los hombres 
    aquella inclinación estremecida 

    que sellaba una herencia, y en los brazos 
    de estos ensimismados pecadores 
    mécese la ilusión de aquel amante 
    igual a nuestro rostro en el espejo. 

    • Al fin, rendida entre mis suaves brazos, 
      me has concedido el don de tus deseos, 
      ¡oh virgen maternal, extraño sueño 
      que conturba al poeta! Adolescente 
      yo te rondé, como un antiguo novio 
      ronda la misteriosa casa amada 
      y tras de aquellos cercos, algún día, 

    • Cuando eras una joven indefensa 
      con aquel cuello frágil levantando 
      la lozana cabeza en que esplendía 
      el amplio sol su dulce arrobamiento, 
      y cual pájaro o flor que nada teme 
      abre al espacio el curso de sus alas 
      o sus pétalos tiñe ardientemente 

    • En los postreros días del invierno 
      las claras lluvias alzan del abismo 
      un velo luminoso. Despejados espacios 
      flotan sobre las aguas invernales, 
      y un recóndito prado verdeante 
      surge ligero. Entonces una sombra 
      graciosamente andando reaparece 

    • Si alguien me preguntara cuando un día 
      llegue al confín secreto: ¿qué es la tierra? 
      diría que un lugar en que hace frío 
      en el que el fuerte oprime, el débil llora, 
      y en el que como sombra, la injusticia, 
      va con su capa abierta recogiendo