I
París... El bosque... Tú... Tarde azulina,
que en actitud, por cierto muy francesa,
al amparo del haya más espesa
se empolva con un poco de neblina.
Frágil al beso que en falaz promesa
suena como un luis, engolosina
su boca demasiado purpurina
de morder la diabólica frambuesa.
En la pálida arena de las calles.
Trilla el sol que se va para Versalles
las aristas del rayo postrimero;
y brillando en tus breves escarpines,
te echa a los pies puñados de sequines,
como un sultán un poco rastacuero.
II
Versalles otoñal con sus pardillos,
y el agua que en el césped les gorgea;
y tú, evocando en señoril presea
las damas de lunares y tontillos.
Y los nobles castaños amarillos,
y aquella fuente en que, pueril ralea,
montados en sus cisnes de pelea
van flechando un tritón cuatro amorcillos.
Vestida «de carácter» por la luna,
te da el silencio atmósfera oportuna.
(Suspirante silencio de jardines,
donde al rumor del raso en que te ahuecas
sopla sentimentales hojas secas
una divagación de violines).