Yo, señor, salí de Rusia por Crimea.
Era en 1919.
Hacía diseños vanguardistas para los ballets.
Pintaba colores infames, excesivos, caucásicos,
y vestía con delicado exotismo...
En Estambul, primero,
viví la miseria de amores sin dueño.
Era fácil. Divinamente fácil.
La tela blanca, fresca, sienta lujos en la piel oscura.
Pero también llegó al desorden.
Fui a Londres -vía Plymouth-
y luego a París (el inevitable París, toldos de perla)
donde pasaba tardes cansinas en un restaurant
y noches desgalichadas, obtusas, moradas de lujo,
con vodka barato y blinis mal hechos,
y caballeros a la antigua usanza
que pedían a ese mínimo lujo -y mi cintura-
el dulce perdón de los pecados...
Pecadores cuantos vivimos -decía el viejo pope-
sólo en la caridad hay salvación.
Soñábamos en la patria lejos. En días de nieve y oro.
Días de troikas y pieles blancas,
amores de armiño, adolescentes, isbas, sones de la melancolía
vuelta perspectivas neoclásicas, cúpulas bulbosas...
Han pasado -querido señor- más de setenta años.
Casi todos han muerto. Son nietos, sobrinos, otros, lejos, nadie.
Yo no he cambiado apenas. He perdido la cuenta. Casi no sé mis años.
Vivo en España. Estuve en Porto. Volví a Berlín.
Ya sólo sé que todo es exilio.
Sólo que mi patria no existe. Que la patria -si es- está muy lejos.
Sólo sé que todo es provisión. Esperanza, futuro, nada.
Sólo sé que cambiaré de pisos y ciudades,
siempre con recibos de la luz pendientes,
con viejas botellas de vodka en los rincones,
periódicos sin fecha, libros gastados, húmedos,
palabras de una lengua ausente...
Siempre sin fe, aguardando, sin esperanza, atentos.
Sólo sé que hay pisos estrechos,
nombres falsos, oscuros uniformes,
títulos vanos, inventos de aquel reino, frases falsas del Emperador.
Recuerdo de orgías que no existieron nunca.
Música en palacios de deshielo, violines sin cuerdas...
Sólo que no volveré nunca.
Sólo que no soy de ningún sitio.
Que nunca estuve donde creí estar. Que nada sé,
y que la ilusa patria no existió ni existirá, ni es posible.
En un perpetuo otoño, los quinqués dan una luz muy tibia.
Crees en una casa. Pero toda casa está vacía.
Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa,
tu corbata de tarde, la carta que le escribes
a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás
en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto
de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero.
Soy de los que ardientemente detestan la injusticia,
de los que creen que es indigno casi cualquier privilegio;
y al tiempo soy clasista y amo la diferencia.
Creo en el pueblo y me llena de rabia la pobreza,
mas soy también feroz individualista, singular extremo.
He ido muchas veces ataviado de tristeza,
hundiéndoseme el mundo a cada rato,
fingiendo entre los amigos que me interesaba algo...
Me da miedo quien me mirase,
y angustia me producía no ser perfecto,
Yo, señor, salí de Rusia por Crimea.
Era en 1919.
Hacía diseños vanguardistas para los ballets.
Pintaba colores infames, excesivos, caucásicos,
y vestía con delicado exotismo...
En Estambul, primero,
viví la miseria de amores sin dueño.
Me recreo ante tu cuerpo como ante un paisaje
imprevisto. Me sorprende verte en la desnudez juvenil,
y ansío recorrerlo, como una anhelada geografía.
Me ves pensando en la umbría vegetal de algunas
grutas, o en el agua del muslo donde brillan las venas.
Seguramente estaba sola.
Llevaba los ojos muy cercados de negro.
Era mayor, vieja, con ropas gastadas.
Por la noche -más aún en invierno-
se acercaba a los jardines del convento o del parque
con su bolsa de plástico
llena de despojos para gatos.