A un poeta muerto, de Luis Cernuda

    Castellano

    A un poeta muerto 
     
    Así como en la roca nunca vemos 
    la clara flor abrirse, 
    entre un pueblo hosco y duro 
    no brilla hermosamente 
    el fresco y alto ornato de la vida. 
    Por esto te mataron, porque eras 
    verdor en nuestra tierra árida 
    y azul en nuestro oscuro aire. 
     
    Leve es la parte de la vida 
    que como dioses rescatan los poetas. 
    El odio y destrucción perduran siempre 
    sordamente en la entraña 
    toda hiel sempiterna del español terrible, 
    que acecha lo cimero 
    con su piedra en la mano. 
     
    Triste sino nacer 
    con algún don ilustre 
    aquí, donde los hombres 
    en su miseria sólo saben 
    el insulto, la mofa, el recelo profundo 
    ante aquel que ilumina las palabras opacas 
    por el oculto fuego originario. 
     
    La sal de nuestro mundo eras, 
    vivo estabas como un rayo de sol, 
    y ya es tan sólo tu recuerdo 
    quien yerra y pasa, acariciando 
    el muro de los cuerpos 
    con el dejo de las adormideras 
    que nuestros predecesores ingirieron 
    a orillas del olvido. 
     
    Si tu ángel acude a la memoria, 
    sombras son estos hombres 
    que aún palpitan tras las malezas de la tierra; 
    la muerte se diría 
    más viva que la vida 
    porque tú estás con ella, 
    pasado el arco de tu vasto imperio, 
    poblándola de pájaros y hojas 
    con tu gracia y tu juventud incomparables. 
     
    Aquí la primavera luce ahora. 
    Mira los radiantes mancebos 
    que vivo tanto amaste 
    efímeros pasar junto al fulgor del mar. 
    Desnudos cuerpos bellos que se llevan 
    tras de sí los deseos 
    con su exquisita forma, y sólo encierran 
    amargo zumo, que no alberga su espíritu 
    un destello de amor ni de alto pensamiento. 
     
    Igual todo prosigue, 
    como entonces, tan mágico, 
    que parece imposible 
    la sombra en que has caído. 
    Mas un inmenso afán oculto advierte 
    que su ignoto aguijón tan sólo puede 
    aplacarse en nosotros con la muerte, 
    como el afán del agua, 
    a quien no basta esculpirse en las olas, 
    sino perderse anónima 
    en los limbos del mar. 
     
    Pero antes no sabías 
    la realidad más honda de este mundo: 
    el odio, el triste odio de los hombres, 
    que en ti señalar quiso 
    por el acero horrible su victoria, 
    con tu angustia postrera 
    bajo la luz tranquila de Granada, 
    distante entre cipreses y laureles, 
    y entre tus propias gentes 
    y por las mismas manos 
    que un día servilmente te halagaran. 
     
    Para el poeta la muerte es la victoria; 
    un viento demoníaco le impulsa por la vida, 
    y si una fuerza ciega 
    sin comprensión de amor 
    transforma por un crimen 
    a ti, cantor, en héroe, 
    contempla en cambio, hermano, 
    cómo entre la tristeza y el desdén 
    un poder más magnánimo permite a tus amigos 
    en un rincón pudrirse libremente. 
     
    Tenga tu sombra paz, 
    busque otros valles, 
    un río donde del viento 
    se lleve los sonidos entre juncos 
    y lirios y el encanto 
    tan viejo de las aguas elocuentes, 
    en donde el eco como la gloria humana ruede, 
    como ella de remoto, 
    ajeno como ella y tan estéril. 
     
    Halle tu gran afán enajenado 
    el puro amor de un dios adolescente 
    entre el verdor de las rosas eternas; 
    porque este ansia divina, perdida aquí en la tierra, 
    tras de tanto dolor y dejamiento, 
    con su propia grandeza nos advierte 
    de alguna mente creadora inmensa, 
    que concibe al poeta cual lengua de su gloria 
    y luego le consuela a través de la muerte.

     

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