Déjame que responda, lector, a tus preguntas,
mirándote a los ojos, con amistad fingida,
porque esto es la poesía: dos soledades juntas
y una experiencia noble de contarnos la vida.
Año cincuenta y ocho. Vine al mundo en Granada.
Mi carácter se hizo bajo una luz hendida
de calle estrecha, plaza, iglesia y campanada.
Pero ya la posguerra y el sueño provinciano
sufrían en los barrios la primera cornada
y crecí en la partida del constructor urbano,
barajadores, juego, apuestas y descarte,
ediles consentidos, juramentos en vano.
Esta ciudad ambigua me ha educado en el arte
de pasar mucho tiempo bajo la misma luna,
tal vez porque se vive de vuelta en cualquier parte,
tal vez porque no estuve jamás en parte alguna.
Un siglo, como todos, de víctimas y jueces
me ha tocado vivir. Mas tengo la fortuna
de ser como el otoño y he pagado con creces
el derecho a dudar de una flor en su rama.
También yo me he quedado desnudo muchas veces.
Otoño fugitivo, otoño que reclama
la tarea secreta de preparar la vida
y conmueve en penumbra la silenciosa trama
del futuro que busca una luz construida.
Hoy miro con prudencia las vueltas del camino,
ya me preocupa menos la tierra prometida.
No dudaré del mundo. Sólo me lo imagino
como una superficie de tintas. El dilema
es saber si los hombres controlan su destino,
igual que se controlan los versos de un poema.
Debería la historia corregir el diseño,
revisar galeradas, interpretar el lema
de los significados finales de su sueño.
Un sol menos herido, una ciudad más cuerda,
soledad en su justa medida y el empeño
de seguir trabajando para que no se pierda
lo que tienen de savia, redacción y presente
el adjetivo rojo y la palabra izquierda.
Volviendo a la poesía, os diré solamente
que procuro en mis versos sentir la melodía
de un bolero llamado final del siglo XX.
Me cansan los orfebres con su cristalería
y el irracionalismo que descansa en la hueca
vanidad de lo raro. Una sabiduría
más seca es la poesía. Busco el verso que peca
de impertinente y llama al corazón cerrado.
Es poco original, pero mi biblioteca
fue de Espronceda, Bécquer, don Antonio Machado,
Alberti y Luis Cernuda. He bebido en el agua
de Jaime Gil de Biedma y estuve fascinado
por Lorca, con su mundo del cuchillo y la enagua,
cuando el misterio hacía de íntimo enemigo
y la luna bajaba a mirarme en la fragua.
Y, claro está, poetas que vivieron conmigo
esos momentos en que la noche nos devora.
El hielo deshaciéndose, el alma de un amigo,
el reloj olvidado de marcarnos la hora.
Rafael, Ángel, Pepe, Álvaro, Paco, Jon,
Antonio, Luis Antonio, Justo, Javier, Aurora,
Abelardo y Felipe, Jesús, José Ramón,
Carlos y José Carlos, Jaime y José Agustín,
Fernando, Claudio, Fanny, Manolo, Sarrión,
Álex, Ramiro, Pere, Dionisio y Benjamín,
a vosotros que fuisteis conmigo partidarios
de la felicidad, en las noches sin fin,
con estos breves versos para mí necesarios
os quiero agradecer la compañía, el ciego
deseo de vivir y todos los salarios
de libertad que juntos gastamos. Desde luego
mis amigos poetas suelen ser gente honrada,
una moral que pone las manos en el fuego.
Y por lo que concierne a mi vida privada,
alguna vez quisiera que la temperatura
estuviese, verano por invierno, templada
para que el corazón descanse su espesura.
Imagino las horas de otoñal paseante
y un paisaje sacado de la literatura.
El castaño rojizo bajo el azul tirante
del cielo. Ya se ve nieve en la sierra. Estoy
junto a un río de aguas sin prisa. Por delante
corre Irene, camina Maricarmen. Yo voy
distraído en los versos finales de un poema
que pudiera ser este. Dudo, valoro, doy
sentido a las palabras. Con lentitud extrema
dejo que el verso vaya tejiendo sus preguntas,
procuro que los ritmos se acomoden al tema
y pienso en ti, lector, con amistad fingida,
porque esto es la poesía: dos soledades juntas
y una verdad que ordena tu vida con mi vida.
La casa como barco
en alta mar de junio.
Las calles como trenes
de noche sosegada.
Estas cosas no pasan en el mundo.
Estoy por afirmar
que ahora vivo en un libro de poemas.
Pero si tú me miras,
decidida a existir
Quizá tú no me viste,
quizá nadie me viese tan perdido,
tan frío en esta esquina. Pero el viento
pensó que yo era piedra
y quiso con mi cuerpo deshacerse.
Si pudiera encontrarte,
quizá, si te encontrase, yo sabría
explicarme contigo.
Yo sé
que el tierno amor escoge sus ciudades
y cada pasión toma un domicilio,
un modo diferente de andar por los pasillos
o de apagar las luces.
Ella me besa, marca la sonrisa
y viaja por los labios al pasado
con el adorno de sus sentimientos,
lujosa y encendida como un árbol
de navidad, paloma
de amistades difíciles
que abriga con recuerdos lo que duele
por demasiado frío en el presente.
Como la luz de un sueño,
que no raya en el mundo pero existe,
así he vivido yo
iluminado
esa parte de ti que no conoces,
la vida que has llevado junto a mis pensamientos...
Nadaba yo en el mar y era muy tarde,
justo en ese momento
en que las luces flotan como brasas
de una hoguera rendida
y en el agua se queman las preguntas,
los silencios extraños.
Ahora sé
que estas calles nos han hecho solitarios
y nuestro corazón
tiene el pulso amarillo
de las maderas lentas de un tranvía.
Sobre su cuerpo viejo
andábamos despacio, de forma irregular,
con una simetría parecida a los árboles.
Por detergentes y lavavajillas,
por libros ordenados y escobas en el suelo,
por los cristales limpios, por la mesa
sin papeles, libretas ni bolígrafos,
por los sillones sin periódicos,
quien se acerque a mi casa
puede encontrar un día