El hilván, de Luis Rosales | Poema

    Poema en español
    El hilván

    Nadie puede saber cuándo comienza a avergonzarse, 
    y sería conveniente mirar a las estrellas 
    que se van encendiendo contagiadas de silenciosidad, 
    para aprender, 
    al menos, 
    que la palabra más hermosa de nuestra lengua es la palabra 
    titilación. 
    Nadie puede saber cuándo comienza a ser injusto, 
    pero ya lo está siendo cuando adelanta su voluntar, aunque 
    tan sólo sea un milímetro, a su pensamiento, 
    y se aísla de sí mismo 
    titilando. 
    ¿No has observado que en algunos momentos 
    —de cuyo número no quisiera acordarme— 
    la palabra nos suele convertir en un espantapájaros? 
    y alguien te hace mover los brazos contra tu voluntad, 
    hasta que llega ese momento en que precisas ser injusto, 
    en que precisas ser injusto para acabar con todo como se 
    chasca una nuez en la puerta. 
    Y no deja de ser curioso que esto pueda ocurrir cuando está 
    el pan sobre el mantel, 
    y entonces hablas deshauciándote, 
    hablas sin responder a ninguna necesidad, 
    clavando un alfiler en la retina de la persona que más 
    quieres, 
    para decir, 
    si acaso, 
    una verdad intransitiva que no le sirve a nadie para nada. 
    Todos debiéramos callar, 
    todos vivimos del silencio de alguien, 
    y, sin embargo, 
    en alguna ocasión, 
    cuando tienes aún el sabor de sus besos en la boca, 
    te repentizas con la amada como si la quisieras transferir, 
    ya que la cólera te aísla, 
    y sientes tus palabras como una amputación, 
    y prefieres hablar a ponerte una venda, 
    pues lo propio del hombre es titilar en la noche del mundo. 
    Sabes que sólo grita quien se siente depuesto y sumariado, 
    pues el grito obedece a un temor y es un modo en 
    enfrentarse al vacío; 
    así pues, 
    muchas veces, 
    cuando tienes aún una lágrima suya sobre el labio, 
    te irritas con la amada extremaunciándola; 
    y el disgusto puede sobrevenir en un momento de cansancio 
    último, 
    puede ser decisivo, 
    y, sin embargo, lo provocas cortándote los pies 
    y se hace el daño ajeno a costa propia. 

    Quizá basta el cansancio para odiarse a sí mismo, 
    para llegar a ser un hombre previo, 
    un odio que habla a ciegas 
    cuando le da la gana o la desgana; 
    pero tiene que hablar 
    únicamente 
    porque al hacerlo vive la más inútil intensidad que se puede 
    vivir. 
    Y todo queda entonces en el vano ademán de alzar los 
    brazos como un espantapájaros, 
    ya que nadie puede saber, 
    amiga mía, 
    cuándo comienza a avergonzarle lo que dice, 
    como a veces al tirar de un hilván se nos deshace el traje; 
    pero se tira del hilván, 
    se intercambian andrajos y palabras, 
    se hace sufrir inútilmente 
    tal vez porque sabemos que la presencia de la vida en la 
    tierra quizá no es más que una titilación.