Era un suspiro lánguido y sonoro la voz del mar aquella tarde... El día, no queriendo morir, con garras de oro de los acantilados se prendía.
Pero su seno el mar alzó potente, y el sol, al fin, como en soberbio lecho, hundió en las olas la dorada frente, en una brasa cárdena deshecho.
Para mi pobre cuerpo dolorido, para mi triste alma lacerada, para mi yerto corazón herido, para mi amarga vida fatigada... ¡el mar amado, el mar apetecido, el mar, el mar, y no pensar nada...!
No es cinismo. Es la verdad: Yo quiero a una mujer mala fuera de la sociedad. Una déclassée, lo sé, pero… ¿la conoce usté? ¡No! Pues, bueno; sea usted bueno y cállese, que es el saber más profundo, y nadie diga en el mundo
Ya me ha dado la experiencia esa clásica ignorancia que no tiene la fragancia del primero no saber. ¡Oh la ciencia de inocencia! ¡Oh la vida empedernida!… Desde que empezó mi vida no he hecho yo más que perder. Ya mis ojos se han manchado
Rosas son la frescura de los huertos y los labios entreabiertos. Y claveles, los caireles de los trajes andaluces, con sus luces de oro y plata. De los nardos en la mata. La frescura de la tez de Carmen, pura,
Cuando al caer la tarde, como un suspiro, orea los rumorosos patios del barrio de Triana, y el cabello de Carmen, que de negro azulea, y sus ojos, en donde amor florece y grana...
Puede que fueras tú... Confusamente, entre la mucha gente, esbelta, serpentina --y vestida de blanco-- una mujer divina llamó a mis ojos... Pero, ¡No! Tú vistes el negro, siempre, de las noches tristes.