¡Quién me diera tomar tus manos blancas para apretarme el corazón con ellas, y besarlas..., besarlas, escuchando de tu amor las dulcísimas querellas!
¡Quién me diera sentir sobre mi pecho, reclinada tu lánguida cabeza, y escuchar, como en antes, tus suspiros tus suspiros de amor y de tristeza!
¡Quién me diera posar casto y suave mi cariñoso labio en tus cabellos, y que sintieras sollozar mi alma en cada beso que dejara en ellos!
¡Quién me diera robar un solo rayo de aquella luz de tu mirar en calma, para tener, al separarnos luego, con qué alumbrar la soledad del alma!
¡Oh, quién me diera ser tu misma sombra, el mismo ambiente que tu rostro baña, y, por besar tus ojos celestiales, la lágrima que tiembla en tu pestaña!
¡Y ser un corazón todo alegría, nido de luz y de divinas flores, en que durmiese tu alma de paloma el sueño virginal de sus amores!
Pero en su triste soledad, el alma es sombra y nada más, sombra y enojos... ¿Cuándo esta noche de la negra ausencia disipará la aurora de tus ojos?