Ni ampararse del día bajo el árbol de nieblas, ni morder el verano en las frutas dormido, ni besar en los labios lentos de tinieblas al muerto evaporado y vano de haber sido.
Ni penetrar el centro del álgebra frío, ni en el vacío clavar la máscara infinita. Ni sembrar el olvido en el glorioso río y derramar la nada en la tumba bendita.
Ni rozar, Amor mío, tu boca entregada, ni su deseo quemar sin la llama esperada, ni arrastrar en el cuerpo rendido la herida.
Ni rezar con las manos juntas de la pena, pero traer consigo en la noche serena el hondo corazón donde sangró la vida.
Cansados de esperar, los que nos esperaron, murieron sin saber que estábamos llegando, sus brazos abiertos despacio se cerraron y en vez del recuerdo, vino el pesar temblando.
Aquí el silencio añora las palabras solitarias que uno puede, en tu cercanía, decir sin herirte; olvidamos llover sobre vos las lágrimas de las corolas; no hace falta sonreír a los que pasan.
Trabajo, tus manos adiestradas en lo duro forjan el hierro del destino; herrero hermano de los titanes, a golpe de constancia creas la obra que preferimos, excusa de nuestra existencia, hermoso hijo de nuestra sustancia.
Ni ampararse del día bajo el árbol de nieblas, ni morder el verano en las frutas dormido, ni besar en los labios lentos de tinieblas al muerto evaporado y vano de haber sido.
Aquí la miel que rezuma del corazón profundo de las flores, los colores, los aromas y los alientos amados. Ya no le sonreirás a la belleza de las cosas; se han cerrado al fin, tus brazos siempre abiertos.