Siete poemas a una muerta, de Marguerite Yourcenar | Poema

    Poema en español
    Siete poemas a una muerta

       I 


    Cansados de esperar, los que nos esperaron, 
    murieron sin saber que estábamos llegando, 
    sus brazos abiertos despacio se cerraron 
    y en vez del recuerdo, vino el pesar temblando. 

    La flor y la oración, la más tierna mirada, 
    son ofrendas que Dios no podrá bendecir. 
    La muerte no escucha la vida desterrada; 
    nos junta solamente y no nos puede unir. 

    Nunca conoceré esa apacible tumba; 
    es demasiado tarde, mi grito retumba 
    sin eco en la tierra de sorda eternidad; 

    la muerte desdeñosa o por la fuerza muda, 
    nos deja en este umbral oscuro de la duda 
    donde no fue el amor y está su soledad. 



       II 


    Aquí están la miel profunda de las rosas, 
    la fragancia, el color, el respirar amado. 
    No sonreirás más a la luz de las cosas; 
    tu gesto de abrazar en suspenso ha quedado. 

    Ya no sentirán más tus párpados dormidos 
    el largo deshojar de la melancolía. 
    Tu corazón se aleja en cielos desvaídos 
    y yo llego puntual para ver la agonía. 

    El ser no es más que un nombre; el tiempo es un día; 
    por la ruta del sol tu sombra yo amaría 
    pero contra la tumba mi amor se golpeó. 

    La muerte no vacila y supo alcanzarte; 
    si me recuerdas hoy sabrás compadecerte 
    de esta oscuridad que tu antorcha encendió. 



       III 


    No había que titubear; había que acudir; 
    había que llamar; no había que callar. 
    No supe presentir que ibas a morir 
    y continué mi aislado camino de pasar. 

    No supe presentir que vería agotarse 
    el claro manantial donde la sed termina; 
    no supe presentir que la muerte germina 
    un fruto misterioso en la tierra de amarse. 

    Aquí están mis ojos, mis manos, mi paso 
    de ayer por el jardín que ahora yace raso; 
    te busco titubeando como un extranjero, 

    pero sin alcanzarte; me acuso; y envidio 
    aquel que comprendió que todo es pasajero 
    y descubrió su amor frente a tu espejo tibio. 



       IV 


    Jamás de tu alma conocerás el viaje 
    comenzado en mi alma al despuntar el día; 
    ni el tiempo, ni el amor, ni la edad, ni el paisaje 
    borrarán tu huella grabada con la mía. 

    No sabrás que tiene tu rostro la belleza, 
    que el mundo por tu azul dulzura resplandece, 
    que la transparencia del lago en la maleza 
    refleja tu mirar donde el sol amanece. 

    Nunca jamás sabrás que eres en mi mano 
    el oro del farol sobre el andar del mar; 
    que tu lejana voz se mueve en mi cantar, 

    que tu antorcha, tu luz y resplandor arcano 
    me indican el dulce sendero de vivir 
    juntos, en una sola sombra de seguir 



       V 


    La estrella centelleante es del ciprés la fruta 
    balanceando la noche lenta del verano; 
    la vida en sus velos desnuda por su ruta 
    despliega tu esplendor cada vez más cercano. 

    Tu amor y mi amor, nuestros cuerpos y el latido, 
    serán nuevamente diversa infinidad; 
    la araña constante extiende su tejido 
    y el universo atroz teje la eternidad. 

    El mar sin mañana nos trae a la ribera, 
    nos lleva debajo de una puerta soñera; 
    en todo morirnos, en todo renacemos, 

    pero en el corazón de sed desconocida 
    amor y esperanza imaginan que vemos 
    de aquella muerte el astro engendrar esta vida. 



       VI 


    La miel de las cosas al fondo inalterable 
    es deseo, dolor y es remordimiento; 
    alambique sin fin donde el tiempo incansable 
    destila del día o la noche el movimiento. 

    Comienza a madurar otra vez el rumor , 
    la misma nota vibra en distintos sonidos; 
    no se puede cortar del perfume la flor 
    ni el alma del cuerpo eternamente unidos. 

    El cielo nos retira la escala fugaz, 
    no verás derramarse el amor por mi faz; 
    cada día cerrará la luz que te veía, 

    cada noche en la noche vendrá progresando, 
    como en tus brazos lentamente yo venía, 
    para cerrar también lo que se está apagando. 



       VII 


    Aquí viene en silencio el espacio del canto 
    que puede sin herirte pasar a tu lado; 
    dejemos las flores cubrirte con su llanto, 
    la sonrisa trazar en el rostro el pasado. 

    Cuando la máscara desciende fatigada 
    y se deslizan en el lecho los durmientes, 
    todos los dedos de la hierba derribada 
    quisiera acariciar con mis manos ardientes. 

    Es hacia tu dulzura que va mi sendero. 
    De este suelo acompasado el jardinero 
    del olvido barre el otoño de quererte. 

    El amor inmortal corre en la lejanía 
    de la sangre, y no turbaré con mi elegía, 
    la cita infinita de la tierra y la muerte.