No debí dudar; debí acudir debí llamar; no debí callar. He seguido por demasiado tiempo mi camino solitario; nunca presentí que fueras a morir.
Nunca presentí que vería agotarse el manantial en el que una bebe y se refresca; No comprendí que bajo la tierra yacen frutos amargos y dulces que la muerte debe madurar.
El amor no es más que un nombre, la existencia sólo un número; bajo la ruta del sol yo encontré tu sombra; mis remordimientos tropiezan con los ángulos de una tumba.
La muerte, menos indecisa, te ha alcanzado. Si piensas en nosotras tu corazón se compadece porque una queda ciega cuando se extingue una antorcha.
Cansados de esperar, los que nos esperaron, murieron sin saber que estábamos llegando, sus brazos abiertos despacio se cerraron y en vez del recuerdo, vino el pesar temblando.
Aquí el silencio añora las palabras solitarias que uno puede, en tu cercanía, decir sin herirte; olvidamos llover sobre vos las lágrimas de las corolas; no hace falta sonreír a los que pasan.
Ni ampararse del día bajo el árbol de nieblas, ni morder el verano en las frutas dormido, ni besar en los labios lentos de tinieblas al muerto evaporado y vano de haber sido.
Trabajo, tus manos adiestradas en lo duro forjan el hierro del destino; herrero hermano de los titanes, a golpe de constancia creas la obra que preferimos, excusa de nuestra existencia, hermoso hijo de nuestra sustancia.
Aquí la miel que rezuma del corazón profundo de las flores, los colores, los aromas y los alientos amados. Ya no le sonreirás a la belleza de las cosas; se han cerrado al fin, tus brazos siempre abiertos.