El son del viento, de Porfirio Barba Jacob | Poema

    Poema en español
    El son del viento

    El son del viento en la arcada 
    tiene la clave de mí mismo: 
    soy una fuerza exacerbada 
    y soy un clamor de abismo. 

    Entre los coros estelares 
    oigo algo mío disonar. 

    Mis acciones y mis cantares 
    tenían ritmo particular. 

    Vine al torrente de la vida 
    en Santa Rosa de Osos, 
    una medianoche encendida 
    en astros de signos borrosos. 

    Tomé posesión de la tierra, 
    mía en el sueño y el lino y el pan; 
    y, moviendo a las normas guerra, 
    fui Eva... y fui Adán. 

    Yo ceñía el campo maduro 
    como si fuera una mujer, 
    y me enturbiaba un vino oscuro 
    de placer. 

    Yo gustaba la voz del viento 
    como una piñuela en sazón, 
    y me la comía... con lamento 
    de avidez en el corazón. 

    Y, alígero esquife al día, 
    y a la noche y al tumbo del mar, 
    bogaba mi fantasía 
    en un rayo de luz solar. 

    Iba tras la forma suprema, 
    tras la nube y el ruiseñor 
    y el cristal y el doncel y la gema 
    del dolor. 

    Iba al Oriente, al Oriente, 
    hacia las islas de la luz, 
    a donde alzara un pueblo ardiente 
    sublimes himnos a lo azul. 

    Ya, cruzando la Palestina, 
    veía el rostro de Benjamín, 
    su ojo límpido, su boca fina 
    y su arrebato de carmín. 

    O de Grecia en el día de oro, 
    do el cañuto le daba Pan, 
    amaba a Sófocles en el Coro 
    sonoro que canta el Peán. 

    O con celo y ardor de paloma 
    en celo, en la Arabia de Alá 
    seguía el curso de Mahoma 
    por la hermosura de Abdalá: 

    Abdalá era cosa más bella 
    que lauro y lira y flauta y miel; 
    cuando le llevó una doncella 
    ¡cien doncellas murieron por él! 

    ... Mis manos se alzaron al ámbito 
    para medir la inmensidad; 
    pero mi corazón buscaba ex-ámbito 
    la luz, el amor, la verdad. 

    Mis pies se hincaban en el suelo 
    cual pezuña de Lucifer, 
    y algo en mí tendía el vuelo 
    por la niebla, hacia el rosicler... 

    Pero la Dama misteriosa 
    de los cabellos de fulgor 
    viene y en mí su mano posa 
    y me infunde un fatal amor. 

    Y lo demás de mi vida 
    no es sino aquel amor fatal, 
    con una que otra lámpara encendida 
    ante el ara del ideal. 

    Y errar, errar, errar a solas, 
    la luz de Saturno en mi sien, 
    roto mástil sobre las olas 
    en vaivén. 

    Y una prez en mi alma colérica 
    que al torvo sino desafía: 
    el orgullo de ser, ¡oh América! 
    el Ashaverus de tu poesía... 

    Y en la flor fugaz del momento 
    querer el aroma perdido, 
    y en un deleite sin pensamiento 
    hallar la clave del olvido; 

    después un viento... un viento... un viento... 
    ¡y en ese viento, mi alarido!