Canciones de los ángeles, de Rainer María Rilke | Poema

    Poema en español
    Canciones de los ángeles

    No he soltado a mi ángel mucho tiempo, 
    y se me ha vuelto pobre entre los brazos, 
    se hizo pequeño, y yo me hacía grande: 
    de repente yo fui la compasión; 
    y él, solamente. un ruego tembloroso. 

    Le. di su cielo entonces: me dejó 
    él lo cercano, de que él se marchaba; 
    a cernerse aprendió. yo aprendí vida, 
    y nos reconocimos. lentamente... 

    Aunque mi ángel no tiene ya deber, 
    por mi día más fuerte desplazado, 
    baja a veces su rostro con nostalgia, 
    como si no quisiera ya su cielo. 

    Querría alzar de nuevo, de mis pobres 
    días, sobre las cimas de los bosques 
    rumorosos, mis pálidas plegarias 
    basta la patria de los querubines. 

    Allí llevó mi llanto originario 
    y pensamientos; y mis diminutos 
    dolores se volvieron allí bosques 
    que susurran sobre él... 

    Sí algún día, en las tierras de la vida, 
    entre el ruido de feria y de mercado, 
    la palidez olvido de mi infancia 
    florecida, y olvido el primer ángel, 
    su bondad, sus ropajes y sus manos 
    en oración, su mano bendiciendo; 
    conservaré en mis sueños más secretos 
    siempre el plegarse de esas alas, 
    que como un ciprés blanco 
    quedaban detrás de él... 

    Sus manos se quedaron como ciegos 
    pájaros que, engañados por el sol, 
    cuando, sobre las olas, los demás 
    se fueron a perennes primaveras, 
    han de afrontar los vientos invernales 
    en los tilos vacíos, sin follaje. 

    Había en sus mejillas la vergüenza 
    de las novias, que el espanto del alma 
    tapan con púrpuras oscuras 
    ante el esposo. 

    Y en los ojos había 
    resplandor del primer día: 
    pero sobre todo 
    descollaban las alas portadoras... 

    Había expectación en la llanura 
    por un huésped que no acudió jamás: 
    aún pregunta tal vez el jardín trémulo: 
    su sonrisa después se vuelve inválida. 

    Y por los barrizales aburridos 
    se empobrece en la tarde la alameda, 
    las manzanas se angustian en las ramas 
    y les hacen sufrir todos los vientos. 

    Es donde están las últimas cabañas 
    y casas nuevas que, con pecho angosto, 
    se asoman estrujadas, entre andamios miedosos, 
    quieren saber dónde empieza el campo. 

    Allí la primavera siempre es pálida, a medias, 
    el verano es febril tras esas tablas: 
    enferman los ciruelos y los niños, 
    y tan sólo el otoño allí tiene algo 

    de remoto y conciliador: a veces 
    son sus tardes de suave derretirse: 
    dormitan las ovejas, y el pastor con zamarra 
    se apoya, oscuro, en la última farola. 

    Alguna vez ocurre en la honda noche 
    que se despierta el viento, como un niño, 
    y pasa la alameda, solitario, 
    quedo, quedo, llegando hasta la aldea. 

    Y a tientas va marchando hasta el estanque 
    y se para después a oír en torno: 
    y las casas están pálidas todas 
    y las encinas mudas... 

    Rainer Maria Rilke nació en Praga en diciembre de 1875. Estudió en uno de los mejores colegios de dicha ciudad y luego ingresó en una academia militar, que abandonó para estudiar letras y filosofía en las universidades de Praga, Munich y Berlín. De esa época datan sus primeros libros de poesía: Vida y canciones (1895), Coronado de sueño (1897) y Adviento (1898). Un viaje a Rusia en 1899 le inspiraría años más tarde sus conocidas Elegías del Duino (1922). La leyenda del amor y muerte del alférez Christoph Rilke y el libro Cuadernos de Malte Laurids Brigge atrajeron la atención de los críticos sobre él, especialmente en Francia, donde había residido y había trabado amistad con el escultor Auguste Rodin y el escritor André Gide. Tras la primera guerra mundial, en la que participó brevemente, viajó por varios países mediterráneos y finalmente se estableció en Suiza, donde publicaría los Sonetos a Orfeo, una de sus obras más conocidas. Murió en 1926.