I
—Escribidme una carta, señor cura.
—Ya sé para quién es.
—¿Sabéis quién es, porque una noche oscura
nos visteis juntos? —Pues.
—Perdonad; mas... —No extraño ese tropiezo.
La noche... la ocasión...
Dadme pluma y papel. Gracias. Empiezo:
Mi querido Ramón:
—¿Querido?... Pero, en fin, ya lo habéis puesto...
—Si no queréis... —¡Sí, sí!
—¡Qué triste estoy! ¿No es eso? —Por supuesto
—¡Qué triste estoy sin ti!
Una congoja, al empezar, me viene...
—¿Cómo sabéis mi mal?
—Para un viejo, una niña siempre tiene
el pecho de cristal.
¿Qué es sin ti el mundo? Un valle de amargura.
¿Y contigo? Un edén.
—Haced la letra clara, señor cura;
que lo entienda eso bien.
—El beso aquel que de marchar a punto
te di... —¿Cómo sabéis?...
—Cuando se va y se viene y se está junto
siempre... nos os afrentéis...
Y si volver tu afecto no procura
tanto me harás sufrir...
—¿Sufrir y nada más? No, señor cura,
¡que me voy a morir!
—¿Morir? ¿Sabéis que es ofender al cielo?...
—Pues, sí, señor, ¡morir!
—Yo no pongo morir. —¡Qué hombre de hielo!
¡Quién supiera escribir!
II
¡Señor Rector, señor Rector! en vano
me queréis complacer,
si no encarnan los signos de la mano
todo el ser de mi ser.
Escribidle, por Dios, que el alma mía
ya en mí no quiere estar;
que la pena no me ahoga cada día.
Porque puedo llorar.
Que mis labios, las rosas de su aliento,
no se saben abrir;
que olvidan de la risa el movimiento
a fuerza de sentir.
Que mis ojos, que él tiene por tan bellos,
crgados con mi afán,
como no tienen quien se mire en ellos,
cerrados siempre están.
Que es, de cuantos tormentos he sufrido,
la ausencia el más atroz;
Que es un perpetuo sueño de mi oído
el eco de su voz...
Que siendo por su causa, el alma mía
¡goza tanto en sufrir!...
Dios mío ¡cuántas cosas le diría
si supiera escribir!...
III
Epílogo
—Pues señor, ¡bravo amor! Copio y concluyo:
A don Ramón... En fin,
que es inútil saber para esto arguyo
ni el griego ni el latín.