A don Guillermo Laverde Ruiz
I
De Diógenes compré un día
la linterna a un mercader;
distan la suya y la mía
cuanto hay de ser a no ser.
Blanca la mía parece;
la suya parece negra;
la de él todo lo entristece;
la mía todo lo alegra.
Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira:
«todo es según el color
del cristal con que se mira».
II
-Con m linterna -él decía-,
no hallo un hombre entre los seres-.
¡Y yo que hallo con la mía
hombres hasta en las mujeres!
¡El llamó, siempre implacable
fe y virtud teniendo en poco,
a Alejandro, un miserable,
y al gran Sócrates, un loco.
Y yo ¡crédulo!, entretanto,
cuando mi linterna empleo,
miro aquí, y encuentro un «santo»:
miro allá, y un «mártir» veo.
¡Sí!, mientras la multitud
sacrifica con paciencia
la dicha por la virtud
y por la fe la existencia,
para él virtud fue simpleza,
el más puro amor escoria,
vana ilusión la grandeza,
y una necedad la gloria.
¡Diógenes! Mientras tu celo
sólo encuentra sin fortuna,
en Esparta algún «chicuelo»
y hombres en parte ninguna,
yo te juro por mi nombre
que, con sufrir el nacer,
es un héroe cualquier hombre,
y un ángel toda mujer.
III
Como al revés contemplamos
yo y él las obras de Dios,
Diógenes o yo engañamos.
¿Cuál mentirá de los dos?
¿Quién es en pintar más fiel
las obras que Dios crió?
El cinismo dirá que él;
la virtud dirá que yo.
Y es que en el mundo traidor
nada hay verdad ni mentira:
«todo es según el color
del cristal con que se mira».