El tren expreso, de Ramón de Campoamor | Poema

    Poema en español
    El tren expreso

    El tren expreso, poema descriptivo, término medio entre lo real y lo fantástico, historia de amor de dos seres desgraciados que se ven una hora para llorarse después toda la vida, es una poesía sencilla y grandilocuente, que unas veces toca en lo bucólico y que raya otras en lo épico; pero en la que siempre se hace gala de un lirismo y de una variedad inagotables. 



    Poema en tres cantos 

    Al ingeniero de caminos el célebre escritor 
    D. José de Echegaray, su admirador y amigo, 

    El Autor. 
     

    Canto primero 
    La noche 

       I 


    Habiéndome robado el albedrío 
    un amor tan infausto como mío, 
    ya recobrados la quietud y el seso, 
    volvía de París en tren expreso: 
    y cuando estaba ajeno de cuidado, 
    como un pobre viajero fatigado, 
    para pasar bien cómodo la noche 
    muellemente acostado, 
    al arrancar el tren subió a mi coche, 
    seguida de una anciana, 
    una joven hermosa, 
    alta, rubia, delgada y muy graciosa, 
    digna de ser morena y sevillana. 



       II 


    Luego, a una voz de mando 
    por algún héroe de las artes dada, 
    empezó el tren a trepidar, andando 
    con un trajín de fiera encadenada. 
    Al dejar la estación, lanzó gemido 
    la máquina, que libre se veía, 
    y corriendo al principio solapada, 
    cual la sierpe que sale de su nido, 
    ya al claro resplandor de las estrellas, 
    por los campos, rugiendo, parecía 
    un león con melena de centellas. 



       III 


    Cuando miraba atento 
    aquel tren que corría como el viento, 
    con sonrisa impregnada de amargura, 
    me preguntó la joven con dulzura: 
    - ¿Sois español?- y a su armonioso acento, 
    tan armonioso y puro, que aún ahora 
    el recordarlo sólo me embelesa, 
    - Soy español,- le dije;- ¿y vos, señora? 
    - Yo- dijo- soy francesa. 
    - Podéis- la repliqué- con arrogancia 
    la hermosura alabar de vuestro suelo, 
    pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia 
    un país tan hermoso como el cielo. 
    - Verdad que es el país de mis amores 
    el país del ingenio y de la guerra; 
    pero en cambio,- me dijo,- es vuestra tierra 
    la patria del honor y de las flores: 
    no os podéis figurar cuánto me extraña 
    que al ver sus resplandores, 
    el sol de vuestra España 
    no tenga, como el de Asia, adoradores.- 
    Y después de halagarnos obsequiosos 
    del patrio amor el puro sentimiento, 
    nos quedamos silenciosos 
    como heridos de un mismo pensamiento. 



       IV 


    Caminar entre sombras, es lo mismo 
    que dar vueltas por sendas mal seguras 
    en el fondo de un pozo del abismo. 
    Juntando a la verdad mil conjeturas, 
    veía allá a lo lejos desde el coche 
    agitarse sin fin cosas oscuras, 
    y en torno, cien especies de negruras 
    tomadas de cien partes de la noche. 
    ¡Calor de fragua a un lado, al otro frío! 
    ¡Lamentos de la máquina espantosos, 
    que agregan el terror y el desvarío 
    a todos estos limbos misteriosos!... 
    ¡Las rocas, que parecen esqueletos!... 
    ¡Las nubes con entrañas abrasadas!... 
    ¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!... 
    ¡El horror que hace grandes los objetos!... 
    ¡Claridad espectral de la neblina!... 
    ¡Juegos de llama y humo indescriptibles!... 
    ¡Unos grupos de bruma blanquecina 
    esparcidos por dedos invisibles! 
    ¡Masas informes!,... ¡Límites inciertos!... 
    ¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!... 
    ¡Horizontes lejanos que parecen 
    vagas costas del reino de los muertos!... 
    ¡Sombra humareda, confusión y niebla!.... 
    ¡Acá lo turbio... allá lo indiscernible... 
    y entre el humo del tren y las tinieblas 
    aquí una cosa negra, allí otra horrible!... 



       V 


    ¡Cosa rara! Entre tanto, 
    al lado de mujer tan seductora 
    no podía dormir, siendo yo un santo 
    que duerme, cuando no ama, a cualquier hora. 
    Mil veces intenté quedar dormido, 
    mas fue inútil empeño: 
    admiraba a la joven, y es sabido 
    que a mí la admiración me quita el sueño. 
    Yo estaba inquieto, y ella, 
    sin echar sobre mí mirada alguna, 
    abrió la ventanilla de su lado, 
    y como un ser prendado de la luna, 
    miró al cielo azulado, 
    preguntó, por hablar, qué hora sería, 
    y al ver correr cada fugaz estrella, 
    - ¡Ved un alma que pasa!- me decía. 



       VI 


    - ¿Vais muy lejos?- con voz ya conmovida 
    la pregunté a mi joven compañera. 
    - ¡Muy lejos,- contestó- voy decidida 
    a morir a un lugar de la frontera!- 
    Y se quedó, pensando en lo futuro, 
    su mirada en el aire distraída, 
    cual se mira en la noche un sitio oscuro 
    donde fue una visión desvanecida. 
    - ¿No os habrá divertido,- 
    la repliqué galante,- 
    la ciudad seductora 
    en donde todo amante 
    deja recuerdos y se trae olvido? 
    - ¿Lo traéis vos?- me dijo con tristeza. 
    - Todo en París lo hace olvidar, señora,- 
    le contesté- la moda y la riqueza. 
    Yo me vine a París desesperado. 
    Por no ver en Madrid a cierta ingrata. 
    - Pues yo vine,- exclamó,- y hallé casado 
    a un hombre ingrato a quien amé soltero. 
    - Tengo un rencor- le dije- que me mata. 
    - Yo una pena- me dijo- que me muero.- 
    Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato, 
    siendo su mente espejo de mi mente, 
    quedándose en silencio un grande rato 
    pasó una larga historia por su frente. 



       VII 


    Como el tren no corría, que volaba, 
    era tan vivo el viento, era tan frío, 
    que el aire parecía que cortaba; 
    así el lector no extrañará que, tierno, 
    cuidase de su bien más que del mío, 
    pues hacía un gran frío, tan gran frío, 
    que echó al lobo del bosque aquel invierno. 
    Y cuando ella doliente, 
    con el cuerpo aterido, 
    - ¡Tengo frío!- me dijo dulcemente 
    con voz que, más que voz, era un balido, 
    me acerqué a contemplar su hermosa frente, 
    y os juro por el cielo 
    que, a aquel reflejo de la luz escaso, 
    la joven parecía hecha de raso, 
    de nácar, de jazmín y terciopelo; 
    y creyendo invadidos por el hielo 
    aquellos pies tan lindos, 
    desdoblando mi manta zamorana, 
    que tenía más borlas verde y grana 
    que todos los cerezos y los guindos 
    que en Zamora se crían, 
    cual si fuese una madre cuidadosa, 
    con la cabeza ya vertiginosa, 
    le tapé aquellos pies, que bien podrían 
    ocultarse en el cáliz de una rosa. 



       VIII 


    ¡De la sombra y el fuego al claro-oscuro 
    brotaban perspectivas espantosas, 
    y me hacía el efecto de un conjuro 
    el ver reverberar en cada muro 
    de la sombra las danzas misteriosas!... 
    ¡La joven, que acostada traslucía 
    con su aspecto ideal, su aire sencillo, 
    y que, más que mujer, me parecía 
    un ángel de Rafael o de Murillo! 
    ¡Sus manos por las venas serpenteadas, 
    que la fiebre abultaba y encendía, 
    hermosas manos, que a tener cruzadas 
    por la oración habitual tendía!... 
    ¡Sus ojos siempre abiertos aunque a oscuras, 
    mirando al mundo de las cosas puras! 
    ¡Su blanca faz de palidez cubierta! 
    ¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas 
    la celeste fijeza de una muerta!... 
    ¡Las fajas tenebrosas 
    del techo, que irradiaba tristemente 
    aquella luz de cueva submarina; 
    y esa continua sucesión de cosas 
    que así en el corazón como en la mente 
    acaban por formar una neblina!... 
    ¡Del tren expreso la infernal balumba!... 
    ¡La claridad de cueva que salía 
    del techo de aquel coche, que tenía 
    la forma de la tapa de una tumba!... 
    ¡La visión triste y bella 
    del sublime concierto 
    de todo aquel horrible desconcierto, 
    me hacían traslucir en torno de ella 
    algo vivo rondando un algo muerto! 



       IX 


    De pronto, atronadora, 
    entre un humo que surcan llamaradas, 
    despide la feroz locomotora 
    un torrente de notas aflautadas, 
    para anunciar, al despuntar la aurora, 
    una estación, que en feria convertía 
    el vulgo con su eterna gritería, 
    la cual, susurradora y esplendente, 
    con las luces del gas brillaba enfrente. 
    y al llegar, un gemido 
    lanzando prolongado y lastimero, 
    el tren en la estación entró seguido 
    cual si entrase un reptil en su agujero. 



    Canto segundo 
    El día 



       I 


    Y continuando la infeliz historia, 
    que aún vaga, como un sueño, en mi memoria, 
    veo al fin a la luz de la alborada 
    que el rubio de oro de su pelo brilla 
    cual la paja de trigo calcinada 
    por Agosto en los campos de Castilla. 
    Y con semblante cariñoso y serio, 
    y una expresión del todo religiosa, 
    como llevando a cabo algún misterio, 
    después de un- ¡ay, Díos mío!- 
    me dijo señalando a un cementerio: 
    - ¡Los que duermen allí no tienen frío!- 



       II 


    El humo en ondulante movimiento 
    dividiéndose a un lado y a otro lado, 
    se tiende por el viento 
    cual la crin de un caballo desbocado. 
    Ayer era otra Fauna, hoy otra Flora: 
    verdura y aridez, calor y frío; 
    andar tantos kilómetros por hora 
    causa al alma el mareo del vacío; 
    pues salvando el abismo, el llano, el monte, 
    con un ciego correr que al rayo excede, 
    en loco desvarío 
    sucede un horizonte a otro horizonte 
    y una estación a otra estación sucede. 



       III 


    Más ciego cada vez por la hermosura 
    de la mujer aquella, 
    al fin la hablé con la mayor ternura, 
    a pesar de mis muchos desengaños; 
    porque al viajar en tren con una bella 
    va, aunque un poco al azar y a la aventura 
    muy deprisa el amor a los treinta años. 
    Y- ¿dónde vais ahora?- 
    pregunté a la viajera. 
    - Marcho olvidada por mi amor primero,- 
    me respondió sincera, 
    - a esperar el olvido un año entero. 
    - Pero- ¿y después,- le pregunté,- señora? 
    - Después- me contestó- ¡lo que Dios quiera! 



       IV 


    Y porque así sus penas distraía, 
    las mías le conté con alegría, 
    y un cuento amontoné sobre otro cuento, 
    mientras ella, abstrayéndose, veía 
    las gradaciones de color que hacía 
    la luz descomponiéndose en el viento. 
    Y haciendo yo castillos en el aire, 
    o, como dicen ellos, en España, 
    la referí, no sé si con donaire, 
    cuentos de Homero y de Mari-Castaña. 
    En mis cuadros risueños, 
    pintando mucho amor y mucha pena, 
    como el que tiene la cabeza llena 
    de heroínas francesas y de ensueños, 
    había cada llama 
    capaz de poner fuego al mundo entero: 
    y no faltaba nunca un caballero 
    que por gustar solícito a su dama 
    la sirviese, siendo héroe, de escudero. 
    Y ya de un nuevo amor en los umbrales, 
    cual si fuese el aliento nuestro idioma, 
    más bien que con la voz, con las señales, 
    esta verdad tan grande como un templo 
    la convertí en axioma: 
    que para dos que se aman tiernamente, 
    ella y yo, por ejemplo, 
    es cosa ya olvidada por sabida 
    que un árbol, una piedra y una fuente, 
    pueden ser el edén de nuestra vida. 



       V 


    Como en amor es credo 
    o artículo de fe que yo proclamo, 
    que en este mundo de pasión y olvido, 
    o se oye conjugar el verbo te amo, 
    o la vida mejor no importa un bledo; 
    aunque entonces, como hombre arrepentido, 
    el ver a una mujer me daba miedo, 
    más bien desesperado que atrevido, 
    - Y ¿un nuevo amor- la pregunté amoroso, 
    -no os haría olvidar viejos amores?- 
    Mas ella, sin dar tregua a sus dolores, 
    contestó con acento cariñoso: 
    - La tierra está cansada de dar flores; 
    necesito algún año de reposo.- 



       IV 


    Marcha el tren tan seguido, tan seguido, 
    como aquel que patina por el hielo; 
    y en confusión extraña, 
    parecen confundidos tierra y cielo, 
    una mezcla de sueño y de montaña, 
    pues cruza de horizonte en horizonte 
    por la cumbre y el llano, 
    ya la cresta granítica de un monte, 
    ya la elástica turba de un pantano; 
    ya entrando por el hueco 
    de algún túnel que horada las montañas, 
    a cada horrible grito 
    que lanzando va el tren, responde el eco, 
    y hace vibrar los muros de granito, 
    estremeciendo al mundo en sus entrañas: 
    y dejando aquí un pozo, allí una sierra, 
    nubes arriba, movimiento abajo, 
    en laberinto tal cuesta trabajo 
    creer en la existencia de la tierra. 



       VII 


    Las cosas que miramos, 
    se vuelven hacia atrás en el instante 
    que nosotros pasamos; 
    y, conforme va el tren hacia adelante, 
    parece que desandan lo que andamos: 
    y a sus puestos volviéndose, huyen y huyen 
    en raudo movimiento, 
    los postes del telégrafo, clavados 
    en fila a los costados del camino; 
    y, como gota a gota, fluyen, fluyen, 
    uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento, 
    y formando confuso y ceniciento 
    el humo con la luz un remolino, 
    no distinguen los ojos deslumbrados 
    si aquello es sueño, tromba o torbellino. 



       VIII 


    ¡Oh, mil veces bendita 
    la inmensa fuerza de la mente humana, 
    que así el ramblizo como el monte allana, 
    y al mundo echando su nivel, lo mismo 
    los picos de las rocas decapita, 
    que levanta la tierra, 
    formando un terraplén sobre un abismo 
    que llena con pedazos de una sierra! 
    ¡Dignas son, vive Dios, estas hazañas, 
    no conocidas antes, 
    del poderoso anhelo 
    dos grandes gigantes 
    que, en su ambición, por escalar el cielo, 
    un tiempo amontonaron las montañas! 



       IX 


    Corría en tanto el tren con tal premura, 
    que el monte abandonó por la ladera, 
    la colina dejó por la llanura, 
    y la llanura, en fin, por la ribera; 
    y al descender a un llano, 
    sitio infeliz de la estación postrera, 
    le dije con amor:- ¿Sería en vano 
    que amaros pretendiera? 
    ¿Sería como un niño que quisiera 
    alcanzar a la luna con la mano?- 
    Y contestó con lívido semblante: 
    - No sé lo que seré más adelante, 
    cuando ya soy vuestra mejor amiga. 
    Yo me llamo Constancia y soy constante. 
    ¿Qué más queréis- me preguntó- que os diga?- 
    y, bajando al andén, de angustia llena, 
    con prudencia fingió que distraía 
    su inconsolable pena, 
    con la gente que entraba y que salía; 
    pues la estación del pueblo parecía 
    la loca dispersión de una colmena. 



       X 


    Y, con dolor profundo 
    mirándome a la faz, desencajada, 
    cual mira a su doctor un moribundo, 
    siguió:- Yo os juro, cual mujer honrada, 
    que el hombre que me dio con tanto celo 
    un poco de valor contra el engaño, 
    o aquí me encontrará dentro de un año, 
    o allí!...- me dijo señalando al cielo. 
    Y enjugando después con el pañuelo 
    algo de espuma de color de rosa 
    que asomaba a sus labios amarillos, 
    el tren (cual la serpiente que escamosa 
    queriendo hacer que marcha, y no marchando, 
    ni marcha ni reposa), 
    mueve y remueve, ondeando y más ondeando 
    de su cuerpo flexible los anillos; 
    yal tiempo en que ella y yo la mano alzando, 
    volvimos, saludando, la cabeza, 
    la máquina un incendio vomitando, 
    grande en su horror y horrible en su belleza, 
    el tren llevó hacia sí pieza tras pieza, 
    vibró con furia y lo arrastró silbando. 



    Canto tercero 
    El crepúsculo 



       I 


    Cuando un año después, hora por hora, 
    hacia Francia volvía, 
    echando alegre sobre el cuerpo mío 
    mi manta de alamares de Zamora, 
    porque a un tiempo sentía, 
    como el año anterior, día por día, 
    mucho amor, mucho viento y mucho frío; 
    al minuto final del año entero, 
    a la cita acudí cual caballero 
    que va alumbrado por su buena estrella; 
    mas al llegar a la estación aquella 
    que no quiero nombrar, porque no quiero, 
    una tos de ataúd sonó a mi lado, 
    que salía del pecho de una anciana 
    con cara de dolor y negro traje; 
    me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado, 
    y echándome un papel por la ventana, 
    - Tomad- me dijo- y continuad el viaje!- 
    Y cual si fuese una hechicera vana 
    que después de un conjuro, en alta noche 
    quedase entre la sombra confundida; 
    la mujer, más vieja, envejecida. 
    De mi presencia huyó con ligereza 
    cual niebla entre la luz desvanecida, 
    al punto en que, llegando, con presteza 
    echó por la ventana de mi coche 
    esta carta tan llena de tristeza, 
    que he leído más veces em mi vida 
    que cabellos contiene mi cabeza: 



       II 


    -«Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros, 
    cuenta os dará de la memoria mía. 
    Aquel fantasma soy, que, por gustaros, 
    jugó a estar viva a vuestro lado un día. 
    »Cuando lleve esta carta a vuestro oído 
    el eco de mi amor y mis dolores, 
    el cuerpo en que mi espíritu ha vivido 
    ya durmiendo bajo unas flores. 
    »Por no dar fin a la aventura mía, 
    la escribo larga... casi interminable!... 
    ¡Mi agonía es la bárbara agonía 
    del que quiere evitar lo inevitable! 
    »Hundiéndose al morir sobre mi frente 
    el palacio ideal de mi quimera, 
    de todo mi pasado, solamente 
    esta pena os doy borrar quisiera. 
    »Me rebelo a morir, pero es preciso... 
    ¡El triste vive, y el dichoso muere!.... 
    ¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso: 
    hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere! 
    »¡Os amo, sí! Dejadme que habladora 
    me repita esta voz tan repetida: 
    que las cosas más íntimas ahora 
    se escapen de mis labios con mi vida. 
    »Hasta furiosa, a mí que ya no existo 
    la idea de los celos me importuna; 
    ¡juradme que esos ojos que me han visto 
    nunca el rostro verán de otra ninguna! 
    »Y si aquella mujer de aquella historia 
    vuelve a formar de nuevo vuestro encanto, 
    aunque os ame, gemid en mi memoria: 
    ¡yo os hubiera también amado tanto!... 
    »Mas tal vez allá arriba nos veremos, 
    después de esta existencia pasajera, 
    cuando los dos, como en el tren, lleguemos 
    de nuestra vida a la estación postrera. 
    »¡Ya me siento morir!... ¡El cielo os guarde! 
    Cuidad, siempre que nazca o muera el día, 
    de mirar al lucero de la tarde, 
    esa estrella que siempre ha sido mía. 
    »Pues yo desde ella os estaré mirando, 
    y como el bien con la virtud se labra, 
    para verme mejor, yo haré rezando 
    que Dios de par en par el cielo os abra. 
    »¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante 
    que os cita, cuando os deja, para el cielo! 
    ¡Si es verdad que me amasteis un instante, 
    llorad, porque eso sirve de consuelo!... 
    »¡Oh padre de las almas pecadoras! 
    ¡Conceded el perdón al alma mía! 
    ¡Amé mucho, Señor, y muchas horas, 
    mas sufrí por más tiempo todavía! 
    »¡Adiós, adiós! Como hablo delirando, 
    no sé decir lo que deciros quiero! 
    ¡Yo sólo sé de mí que estoy llorando, 
    que sufro, que os amaba y que me muero!»- 



       III 


    Al ver de esta manera, 
    trocado el curso de mi vida entera 
    en un sueño tan breve, 
    de pronto se quedó, de negro que era, 
    mi cabello más blanco que la nieve. 
    De dolor traspasado 
    por la más grande herida 
    que a un corazón jamás ha destrozado 
    en la inmensa batalla de la vida, 
    ahogado de tristeza, 
    a la anciana busqué desesperado, 
    mas fue esperanza vana, 
    pues, lo mismo que un ciego deslumbrado; 
    ni pude ver la anciana, 
    ni respirar del aire la pureza 
    por más que abrí cien veces la ventana 
    decidido a tirarme de cabeza. 
    Cuando por fin sintiéndome agobiado 
    de mi desdicha al peso, 
    y encerrado en el coche, maldecía 
    como si fuese en el infierno preso, 
    al año de venir, día por día, 
    con mi grande inquietud y poco seso, 
    sin alma, y como inútil mercancía. 
    me volvió hasta París el tren expreso.