Entre un pecho y la bala que lo busca hay la misma distancia que existe entre los dedos y el gatillo. La muerte no se mide por pulgadas.
En la tarde, la niebla tiene forma de adiós. Ella está sola al lado de la vía. Mira el tren que se aleja cada vez más pequeño, cada vez más lejano igual que una canción envejecida. Puede extender la mano contra el sol del oeste. En ese instante, el tren le cabe entre dos dedos. Entonces piensa: Este es el tamaño exacto de mi vida.
Sin embargo, ya sabe que las cosas que el tren arrastra lejos no cabrán nunca más entre su pecho y el último segundo en que su corazón siga latiendo.
La vida es un asunto que no puede medirse por pulgadas.
Es una tarde pálida. Ella sigue mirando, inmóvil como el tiempo de los ejecutados. Trata de calcular la lejanía que existe entre ella misma y sus mejores sueños.
La ilusión es un río que no puede medirse con las manos.
En medio del andén, detenida en el tiempo, una mujer aprende que marcharse es una nueva forma de seguir estando siempre en alguna parte.
Por celebrar el cuerpo, tan hecho de presente por estirar sus márgenes y unirlos al círculo infinito de la savia nos buscamos a tientas los contornos para fundir la piel deshabitada con el rumor sagrado de la vida.
Que no crezca jamás en mis entrañas esa calma aparente llamada escepticismo. Huya yo del resabio, del cinismo, de la imparcialidad de hombros encogidos. Crea yo siempre en la vida crea yo siempre en las mil infinitas posibilidades.
Ahora ya sé que pasé por tu vida como pasan los ríos debajo de los puentes indiferentes, turbios, orgullosos con la trivialidad desdibujada de las pequeñas cosas que parecen eternas.
Yo nunca resistí las despedidas con su mezcla de muerte y precipicio con el aroma amargo de la finitud empalagando el ánimo con esa luz de hielo matutino que penetra debajo de los párpados.
A cambio de mi vida nada acepto. ¿Qué se puede ofrecer que valga más que el calor de la llama, que la espiga convocada a ser grano, que la noche que dentro ya contiene el joven día?