Que no crezca jamás en mis entrañas esa calma aparente llamada escepticismo. Huya yo del resabio, del cinismo, de la imparcialidad de hombros encogidos. Crea yo siempre en la vida crea yo siempre en las mil infinitas posibilidades. Engáñenme los cantos de sirenas tenga mi alma siempre un pellizco de ingenua. Que nunca se parezca mi epidermis a la piel de un paquidermo inconmovible, helado. Llore yo todavía por sueños imposibles por amores prohibidos por fantasías de niña hechas añicos. Huya yo del realismo encorsetado. Consérvense en mis labios las canciones, muchas y muy ruidosas y con muchos acordes.
Por celebrar el cuerpo, tan hecho de presente por estirar sus márgenes y unirlos al círculo infinito de la savia nos buscamos a tientas los contornos para fundir la piel deshabitada con el rumor sagrado de la vida.
Que no crezca jamás en mis entrañas esa calma aparente llamada escepticismo. Huya yo del resabio, del cinismo, de la imparcialidad de hombros encogidos. Crea yo siempre en la vida crea yo siempre en las mil infinitas posibilidades.
Ahora ya sé que pasé por tu vida como pasan los ríos debajo de los puentes indiferentes, turbios, orgullosos con la trivialidad desdibujada de las pequeñas cosas que parecen eternas.
Yo nunca resistí las despedidas con su mezcla de muerte y precipicio con el aroma amargo de la finitud empalagando el ánimo con esa luz de hielo matutino que penetra debajo de los párpados.
A cambio de mi vida nada acepto. ¿Qué se puede ofrecer que valga más que el calor de la llama, que la espiga convocada a ser grano, que la noche que dentro ya contiene el joven día?