Salgo del trabajo. Los huesos, el cuerpo entero dulcemente dolorido, como –a veces– después de un polvo de los buenos. La luna, sajada en dos pedazos, me recuerda el ojo ese famoso de Buñuel, asomada un tanto tenebrosamente por encima de los árboles. El coche no me arranca. El parabrisas es una roca enorme y congelada. Así que vuelvo a casa andando, velado el claqueteo de mis pasos por la luna, la cabeza llena de café caliente y cigarrillos. Llego al portal y me detengo, soplándome en las manos, bajo el arco de luz que proyecta la ventana sobre el hielo, la hierba sucia y abrasada. Y al otro lado de esa luz te encuentras tú.
Y es que un hombre necesita en esta vida otras cosas que no sean lunas surrealistas, coches, oscuras películas de Luis Buñuel.
El mirlo de todos los años ha vuelto a visitar mi casa y todavía sigo aquí. Su música no cambia y eso ya lo he escrito. Pero mi trabajo es constatar lo obvio y eso es lo que el mirlo me viene a recordar. El tiempo pasa, la gente se hace vieja, se muere,
«Soy yo. Estaba por aquí abajo. Invítame a un café.» «Estoy un poco liado.» «Es igual. Tú sigues con lo tuyo y yo hablo de lo mío con tu mujer.» Ji ji ji. Qué gracia. Y para cuando quieres darte cuenta la has cagado
Salgo del trabajo. Los huesos, el cuerpo entero dulcemente dolorido, como –a veces– después de un polvo de los buenos. La luna, sajada en dos pedazos, me recuerda el ojo ese famoso de Buñuel, asomada un tanto tenebrosamente por encima de los árboles.
La ducha no funciona. La sartén convierte en picadillo lo que se supone que tenía que ser nuestra comida. Abro el grifo del fregadero y me quedo con él en la mano. El perro está cojo. La mujer con la que vivo ha terminado