«Soy yo. Estaba por aquí
abajo.
Invítame a un café.»
«Estoy un poco liado.»
«Es igual. Tú sigues
con lo tuyo y yo hablo
de lo mío
con tu mujer.»
Ji ji ji.
Qué gracia.
Y para cuando quieres
darte cuenta
la has cagado
Salgo del trabajo. Los huesos, el cuerpo entero
dulcemente dolorido, como –a veces–
después de un polvo de los buenos.
La luna, sajada en dos pedazos, me recuerda
el ojo ese famoso de Buñuel,
asomada un tanto tenebrosamente
por encima de los árboles.
El coche no me arranca. El parabrisas
es una roca enorme y congelada.
Así que vuelvo a casa andando,
velado el claqueteo de mis pasos
por la luna, la cabeza
llena de café caliente y cigarrillos.
Llego al portal y me detengo,
soplándome en las manos, bajo
el arco de luz que proyecta la ventana
sobre el hielo, la hierba sucia y abrasada.
Y al otro lado de esa luz te encuentras tú.
Y es que un hombre necesita en esta vida
otras cosas que no sean
lunas surrealistas, coches, oscuras
películas de Luis Buñuel.