Autorretrato, de Rosario Castellanos | Poema

    Poema en español
    Autorretrato

    Yo soy una señora: tratamiento 
    arduo de conseguir, en mi caso, y más útil 
    para alternar con los demás que un título 
    extendido a mi nombre en cualquier academia. 

    Así, pues, luzco mi trofeo y repito: 
    yo soy una señora. Gorda o flaca 
    según las posiciones de los astros, 
    los ciclos glandulares 
    y otros fenómenos que no comprendo. 

    Rubia, si elijo una peluca rubia. 
    O morena, según la alternativa. 
    (En realidad, mi pelo encanece, encanece). 

    Soy más o menos fea. Eso depende mucho 
    de la mano que aplica el maquillaje. 

    Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo 
    —aunque no tanto como dice Weininger 
    que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre. 
    Lo cual, por una parte, me exime de enemigos 
    y, por la otra, me da la devoción 
    de algún admirador y la amistad 
    de esos hombres que hablan por teléfono 
    y envían largas cartas de felicitación. 
    Que beben lentamente whisky sobre las rocas 
    y charlan de política y de literatura. 

    Amigas... hmmm... a veces, raras veces 
    y en muy pequeñas dosis. 
    En general, rehúyo los espejos. 
    Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal 
    y que hago el ridículo 
    cuando pretendo coquetear con alguien. 

    Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño 
    que un día se erigirá en juez inapelable 
    y que acaso, además, ejerza de verdugo. 
    Mientras tanto lo amo. 

    Escribo. Este poema. Y otros. Y otros. 
    Hablo desde una cátedra. 
    Colaboro en revistas de mi especialidad 
    y un día a la semana publico en un periódico. 

    Vivo enfrente del Bosque. Pero casi 
    nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca 
    atravieso la calle que me separa de él 
    y paseo y respiro y acaricio 
    la corteza rugosa de los árboles. 

    Sé que es obligatorio escuchar música 
    pero la eludo con frecuencia. Sé 
    que es bueno ver pintura 
    pero no voy jamás a las exposiciones 
    ni al estreno teatral ni al cine-club. 

    Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo 
    y, si apago la luz, pensando un rato 
    en musarañas y otros menesteres. 

    Sufro más bien por hábito, por herencia, por no 
    diferenciarme más de mis congéneres 
    que por causas concretas. 

    Sería feliz si yo supiera cómo. 
    Es decir, si me hubieran enseñado los gestos, 
    los parlamentos, las decoraciones. 

    En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto 
    es en mí un mecanismo descompuesto 
    y no lloro en la cámara mortuoria 
    ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. 

    Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo 
    el último recibo del impuesto predial.