¿Por qué decir nombres de dioses, astros espumas de un océano invisible, polen de los jardines más remotos? Si nos duele la vida, si cada día llega desgarrando la entraña, si cada noche cae convulsa, asesinada. Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre al que no conocemos, pero está presente a todas horas y es la víctima y el enemigo y el amor y todo lo que nos falta para ser enteros. Nunca digas que es tuya la tiniebla, no te bebas de un sorbo la alegría. Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro. Lo que él respira es lo que a ti te asfixia, lo que come es tu hambre. Muere con la mitad más pura de tu muerte.
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día; este cabello triste que se cae cuando te estás peinando ante el espejo. Esos túneles largos que se atraviesan con jadeo y asfixia; las paredes sin ojos, el hueco que resuena
El sitio que dejó vacante Homero, el centro que ocupaba Scherezada (o antes de la invención del lenguaje, el lugar en que se congregaba la gente de la tribu para escuchar al fuego) ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.
Hablábamos la lengua de los dioses, pero era también nuestro silencio igual al de las piedras. Éramos el abrazo de amor en que se unían el cielo con la tierra.
No, no es la solución tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi ni apurar el arsénico de Madame Bovary ni aguardar en los páramos de Ávila la visita del ángel con venablo antes de liarse el manto a la cabeza y comenzar a actuar.