«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros...»
Blas de Otero
El amor sube por la sangre. Quema
la ortiga del recuerdo y reconquista
el ancho campo abierto, la ceniza
fundadora, que la brasa sostiene.
«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros...»
Blas de Otero
El amor sube por la sangre. Quema
la ortiga del recuerdo y reconquista
el ancho campo abierto, la ceniza
fundadora, que la brasa sostiene.
El amor es herencia de la sangre,
como el odio, su amante, y se mantienen
íntimos, besándose, nutriéndose
de sus dobles sustancias transmitidas.
Nada podrá arrancarles de su abrazo:
La espada, el hielo, el tiempo, con sus filos
mezclarán sangres, que, lluviosamente,
germinarán odios, amor o nuevas sangres.
¿Cómo decir:
-«Aquéllos, que nunca conocieron
la sangre derramada, que separen
el odio del amor y reconstruyan
las viejas catedrales de la dicha...»
¿«Aquéllos»?, ¿son acaso otros que los murientes
trasvasados, hechos de sangre antigua?
No es posible lavarse el alma ni las manos
cuando fluye hacia ellas sangre y olor a sangre.
Si ha de hacerse el amor, será con sangre
trepadora, quemante, conocida,
pura sangre del odio, amante impávido
que el amor fecundiza.
Si ha de hacerse la paz...
-¡Callad, campanas!,
¡Ved la tierra, la tierra, que resume
su tempero sangriento y le convierte
en paz, en paz, a puñetazos puros...!
«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros...»
Blas de Otero
El amor sube por la sangre. Quema
la ortiga del recuerdo y reconquista
el ancho campo abierto, la ceniza
fundadora, que la brasa sostiene.
Hasta los niños la miraban, cuando
doblaba las esquinas de la calle;
tan azul y radiante, que una llama
parecía tener entre los dientes.
Ángeles con espadas
custodian el aire.
Un toro de sombra
mugiendo en los árboles.
-Madre, tengo miedo
del aire.
Mira las estrellas.
Aún no son de nadie;
ni son del Obispo
ni son del Alcalde.
Y canto para adentro
porque no tengo afueras...
Me aprieto la guitarra
y siento la madera.
Se me llenan de música
las oscuras cavernas...
Yo soy yo, limitado
por carne sorda y venas.
Tímidamente pregunto
por mi carne de nardo
a los hondos espejos de la noche,
en la soledad de las alcobas.
Como ríos inmóviles, naciendo de improviso,
la imagen desolada me devuelven,
en un oscuro grito sumergido:
Pero el sábado es distinto. Viene
de muy lejos, con sol a las espaldas
y extrañas músicas entre los dientes
endurecidos de la madrugada.