Hasta los niños la miraban, cuando
doblaba las esquinas de la calle;
tan azul y radiante, que una llama
parecía tener entre los dientes.
Ángeles con espadas
custodian el aire.
Un toro de sombra
mugiendo en los árboles.
-Madre, tengo miedo
del aire.
Mira las estrellas.
Aún no son de nadie;
ni son del Obispo
ni son del Alcalde.
-Madre, quiero una
que hable.
Patitas de cabra
siguen vacilantes
al osito blanco
de la luna errante.
-Madre, quiero un oso
que baile.
Pandero de harina:
luna en el estanque.
Las cinco cabrillas
sin cesar, tocándole.
-Madre, se me hielan
las carnes.
Floridas de escarcha
ya son como panes.
La aurora las dora
y acorteza el aire.
-Madre, no te oigo.
¡Tengo hambre!
¡Uuuuuuuh...! Duerme, mi niño;
que viene el aire
y se lleva a los niños
que tienen hambre.
Hasta los niños la miraban, cuando
doblaba las esquinas de la calle;
tan azul y radiante, que una llama
parecía tener entre los dientes.
«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros...»
Blas de Otero
El amor sube por la sangre. Quema
la ortiga del recuerdo y reconquista
el ancho campo abierto, la ceniza
fundadora, que la brasa sostiene.
Pero el sábado es distinto. Viene
de muy lejos, con sol a las espaldas
y extrañas músicas entre los dientes
endurecidos de la madrugada.
Ángeles con espadas
custodian el aire.
Un toro de sombra
mugiendo en los árboles.
-Madre, tengo miedo
del aire.
Mira las estrellas.
Aún no son de nadie;
ni son del Obispo
ni son del Alcalde.
Y canto para adentro
porque no tengo afueras...
Me aprieto la guitarra
y siento la madera.
Se me llenan de música
las oscuras cavernas...
Yo soy yo, limitado
por carne sorda y venas.
Tímidamente pregunto
por mi carne de nardo
a los hondos espejos de la noche,
en la soledad de las alcobas.
Como ríos inmóviles, naciendo de improviso,
la imagen desolada me devuelven,
en un oscuro grito sumergido: