«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros...»
Blas de Otero
El amor sube por la sangre. Quema
la ortiga del recuerdo y reconquista
el ancho campo abierto, la ceniza
fundadora, que la brasa sostiene.
Hasta los niños la miraban, cuando
doblaba las esquinas de la calle;
tan azul y radiante, que una llama
parecía tener entre los dientes.
Huía de la luz con la pereza
de una cierva cansada, y sonreía
sintiendo las miradas de las gentes
resbalar por su vientre abovedado.
Se llevaba las manos a la henchida
plenitud de su carne y las dejaba
allí sumidas, por sentir el eco
caliente y vivo del amor, haciéndose.
Hasta entonces, los hombres la siguieron
con ronca voz de barro; y los temía;
porque el hombre fue sólo para ella
lobo furtivo y sal de madrugada.
Pero ahora les miraba desde un cielo
grávido y fuerte. Ellos la veían,
redonda poderosa, como un puño
abriéndose caminos en la niebla.
Si entonces una voz gritaba:
-Mira;
tiene un hijo...
Se apretaba doliente
la cintura de vidrio, y, en la tarde,
era como una encina coronada.
Los oscuros balcones con geráneos;
los húmedos zaguanes; las buhardillas;
las frescas herrerías; las campanas
que las monjas tañían en el alba...
Todo, a su paso, sin cesar latía
al compás de su vientre... Todo, atento
al dulce peso de su vientre... El aire,
de cristal y de gloria, por su vientre...
Ya la carne de trigo se atiranta
y duele extensamente.
¡Cómo sabe
el dolor de los hijos!
¡Porque tienen
sabor a junco verde por la sangre!
«Borradle. Labraremos la paz, la paz, la paz,
a fuerza de caricias, a puñetazos puros...»
Blas de Otero
El amor sube por la sangre. Quema
la ortiga del recuerdo y reconquista
el ancho campo abierto, la ceniza
fundadora, que la brasa sostiene.
Hasta los niños la miraban, cuando
doblaba las esquinas de la calle;
tan azul y radiante, que una llama
parecía tener entre los dientes.
Ángeles con espadas
custodian el aire.
Un toro de sombra
mugiendo en los árboles.
-Madre, tengo miedo
del aire.
Mira las estrellas.
Aún no son de nadie;
ni son del Obispo
ni son del Alcalde.
Y canto para adentro
porque no tengo afueras...
Me aprieto la guitarra
y siento la madera.
Se me llenan de música
las oscuras cavernas...
Yo soy yo, limitado
por carne sorda y venas.
Tímidamente pregunto
por mi carne de nardo
a los hondos espejos de la noche,
en la soledad de las alcobas.
Como ríos inmóviles, naciendo de improviso,
la imagen desolada me devuelven,
en un oscuro grito sumergido:
Pero el sábado es distinto. Viene
de muy lejos, con sol a las espaldas
y extrañas músicas entre los dientes
endurecidos de la madrugada.