Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera y el grito de la estatua desdoblando la esquina.
Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, querer tocar el grito y sólo hallar el eco, querer asir el eco y encontrar sólo el muro y correr hacia el muro y tocar un espejo. Hallar en el espejo la estatua asesinada, sacarla de la sangre de su sombra, vestirla en un cerrar de ojos, acariciarla como a una hermana imprevista y jugar con las fichas de sus dedos y contar a su oreja cien veces cien cien veces hasta oírla decir: «estoy muerta de sueño».
Eres la compañía con quien hablo de pronto, a solas. te forman las palabras que salen del silencio y del tanque de sueño en que me ahogo libre hasta despertar. Tu mano metálica endurece la prisa de mi mano y conduce la pluma
¡Qué prueba de la existencia habrá mayor que la suerte de estar viviendo sin verte y muriendo en tu presencia! Esta lúcida conciencia de amar a lo nunca visto y de esperar lo imprevisto; este caer sin llegar es la angustia de pensar
El que nada se oye en esta alberca de sombra no sé cómo mis brazos no se hieren en tu respiración sigo la angustia del crimen y caes en la red que tiende el sueño. Guardas el nombre de tu cómplice en los ojos
La muerte toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene.
Es cóncava y oscura y tibia y silenciosa, se pliega en las cortinas en que anida la sombra, es dura en el espejo y tensa y congelada, profunda en las almohadas y, en las sábanas, blanca.
Se diría que las calles fluyen dulcemente en la noche. Las luces no son tan vivas que logren desvelar el secreto, el secreto que los hombres que van y vienen conocen, porque todos están en el secreto y nada se ganaría con partirlo en mil pedazos