Demasiado mar. Ya hemos visto bastante mar.
Al atardecer, cuando el agua se extiende, pálida
y diluida en la nada, mi amigo la contempla
mientras yo lo miro, ambos en silencio.
Por la noche nos encerramos en el fondo de una cantina,
aislados por el humo, y bebemos. Mi amigo sueña
(son un poco monótonos los sueños junto al rumor del mar)
donde el agua es tan sólo un espejo, entre una y otra isla,
de colinas jaspeadas de flores salvajes y cascadas.
Su vino es así. Se contempla en el vaso
levantando verdes colinas en el llano del mar.
Me gustan las colinas y lo dejo hablar del mar
porque su agua es tan clara que muestra hasta las piedras.
Mirando las colinas me llenan cielo y tierra
con las líneas seguras de sus flancos, cercanas o distantes.
Sólo las mías son abruptas, surcadas de viñas
fatigadas en un suelo quemado. Mi amigo las acepta
y las quiere vestir con flores y frutos salvajes
para descubrir, riendo, muchachas más desnudas que los frutos.
No sucede; en mis más escabrosos sueños no falta una sonrisa.
Si madrugamos mañana, estaremos de camino
hacia aquellas colinas; podremos encontrar en las viñas
una muchacha morena, tostada por el sol,
y comenzando la conversación, comerle un poco de uva.