Cuidaba mucho un francés
dos caballos por su mano;
era el uno jerezano
y era el otro cordobés.
Ambos de ardiente mirada,
ambos de fuerte resuello,
grueso y encorvado el cuello,
la cabeza descarnada.
Era tanta su apostura
que yo afirmo sin recelo
pudieran ser el modelo
de pablo en la fiel pintura.
Tenía el cordobés ya
dada, y con bastante esmero,
la instrucción de picadero
que a un buen caballo se da.
Corbetas, saltos atrás,
con soltura bracear,
paso de posta, trotar,
gran galope y nada más.
Educado el jerezano
con destreza y tino raro
bailaba, saltaba un aro,
respondía con la mano.
Y no con poca sorpresa,
justo el público aplaudió
cuando la polca bailó
y cuando comió a la mesa.
Otras mil habilidades
hacía que no refiero,
ganando muy buen dinero
por villas, y por ciudades.
En una sola (su nombre ignoro)
quísole un inglés comprar
y por él llegaba a dar
cantidad, y grande, de oro.
Hizo instancias el inglés
pero el amo resistía,
ofreciendo si quería
más barato el cordobés.
«Ya podéis -dijo el britano-,
pues de los dos animales
más que el cordobés reales
duros vale el jerezano.»
«¡Pardiez, singular ajuste!
-dijo al verlo un mozalbete
boquirrubio y regordete
de pocos años y fuste-.
¡Linda idea! Padre mío,
si son estos animales
absolutamente iguales
en hermosura y en brío.
¿Será cuerdo y oportuno
o una solemne sandez
por llevarse el de jerez
ofrecer veinte por uno?
El mismo pelo y alzada,
el mismo cuello encorvado...»
«Hijo, el uno está educado
y el otro no sabe nada.
Al hacer la tasación
del valor de cada cual
olvidaste, y haces mal,
de apreciar la educación.
Parangón apenas cabe,
de escucharlo no te asombres,
en caballos como en hombres
entre quien ignora y sabe.
La proporción que has oído
no es ni con mucho bastante,
si vale uno el ignorante
vale mil el instruido.»