Iba un día cierta hormiga
del verano en lo más recio,
sudando a más y mejor,
camino de su granero.
Salió al paso y la detuvo
un gorrión muy atento,
haciendo una cortesía
cual pudiera un palaciego.
Ella fría contestóle
fundada, a lo que yo creo,
de previsora en la fama
que goza en el mundo entero.
Se acercó el pájaro más
y dijo en sumiso acento:
«Yo voy, señora, a pediros
un favor de mucho precio,
y a su valor será igual
mi gratitud y respeto.
Único, hermoso, querido.
Muy joven un hijo tengo
y quisiera educación
darle mejor que me dieron.
Sé que debiera enseñarle
yo mismo con el ejemplo.
Mas criéme en el desorden
y reformarme no puedo.
Para corregir sus vicios
halla poca fuerza un viejo,
pero el rapaz no los tiene
ni inveterados defectos;
y al ver vuestra economía,
vuestra exactitud y arreglo,
y que, de previsión tanta,
por fruto debido y cierto
tenéis la misma abundancia
en agosto que en enero,
mientras el hambre devora
a todos sus compañeros
que a centenares perecen
si es riguroso el invierno,
comprenderá cuánto importa
ser parco en el alimento.
Si quisierais enseñarle
su apetito conteniendo,
con un año de lecciones
y acaso, acaso con menos,
llegará tal vez a ser
un gorrión de provecho.
En cuanto a los honorarios
no dudéis que será el premio
proporcionado al servicio
que yo más que nadie precio.»
Quiso excusarse la hormiga
con mil frívolos pretextos
que el pájaro con razones
echaba por tierra luego,
hasta que al fin acosada
díjole claro: «No quiero.»
Impelido el gorrión
por el cariño paterno,
escuchando la repulsa
irritóse hasta el extremo
de amenazar con la muerte
al desventurado insecto.
Ella, al verle tan furioso,
toda temblando de miedo,
con tono humilde y contrito
echóse a sus pies diciendo:
«¡Piedad, señor! Yo disfruto
la fama que no merezco;
yo no guardo en el verano
víveres para el invierno.
Que paso como dormida
en profundísimo sueño;
y he aquí por qué los rigores
nunca del hambre padezco.»
Admiróse el gorrión
del revelado secreto,
y aunque le pareció ver
en su energía y acento
el aire de la verdad,
quedóse un tanto perplejo;
lo cual notado que fue
por el afligido insecto
dijo: «Si por el temor
habéis creído que miento,
un sabio naturalista
que vive de aquí no lejos,
decir puede sobre el caso
lo que haya de falso o cierto.»
Parecióle al gorrión
muy razonable aquel medio,
y buscó al naturalista
y hallóle, por dicha, luego.
Díjole en cuatro palabras
de educación su proyecto,
las excusas de la hormiga,
sus dudas y sus deseos.
El sabio le respondió:
«Dice verdad el insecto.»
«Pero, señor, todo el mundo
piensa al revés.» «Ya lo creo.
Un hombre con ojos sanos
ve más que un millón de ciegos.
Como juzgar quieren todos
y el observar es molesto,
a salga lo que saliere,
hora a diestro, hora a siniestro,
al prójimo le atribuyen
cualidades o defectos,
deprimiendo la virtud
o quemando al vicio incienso.
Y este mal, que ya es antiguo,
tiene difícil remedio
si no adquieren propia voz
los hombres que ahora son ecos.»
Despidióse el gorrión
cabizbajo al oír esto,
y cuando estuvo a sus solas
dijo para su coleto:
«Así de prudente y grave
fama se adquiere y provecho,
¡así se juzgan las cosas!
¡Pues, señor, estamos frescos!
Según me ha dicho este hombre
que parece hombre de seso,
en el mundo se equivoca
lo blanco con lo que es negro.
Y si persisto en buscar
mentor a mi rapazuelo
he de hallar muchas virtudes
como ésta del hormiguero.»