El testamento del león, de Concepción Arenal | Poema

    Poema en español
    El testamento del león

    Cerca se hallaba un león 
    de sus dolores postreros, 
    y tigres, panteras, lobos, 
    todos amigos o deudos. 
    Dábanle muy compungidos 
    mil inútiles consejos, 
    meditando cada cual 
    por qué industria o por qué medio 
    pescará la mayor parte 
    de los bienes del enfermo, 
    que se murió hasta la cola 
    sin hacer el menor gesto, 
    sin decir una palabra 
    ni otorgar su testamento. 
    Notáronlo cuatro o seis 
    que alejaron de allí el resto, 
    «Por ver si logra -decían- 
    el paciente algún sosiego.» 
    En busca de un escribano 
    uno de ellos fue corriendo, 
    en tanto que los demás 
    atan al real pescuezo, 
    con disimulo, un cordel 
    que en la melena encubierto 
    y entre la ropa después 
    baja hasta cerca del suelo, 
    a beneficio del cual 
    tirando, sin gran esfuerzo, 
    del difunto a la cabeza 
    comunique movimiento. 
    Cuando a su satisfacción 
    todo se hallaba dispuesto, 
    dan entrada a los testigos 
    y al escribano con ellos, 
    que era un respetable zorro 
    notario mayor del reino, 
    al cual hicieron presente 
    el estado del enfermo, 
    que hablar no le permitía, 
    aunque el oído perfecto 
    conservaba, y la cabeza 
    en cabal conocimiento. 
    Presentáronle unas notas 
    que el rey mismo había puesto, 
    en las cuales expresaba 
    su voluntad y deseo. 
    Mas por si hubiese cambiado 
    en el instante supremo, 
    las cláusulas una a una 
    irle podía leyendo. 
    Y él por señas le daría, 
    o no, su consentimiento. 
    Hízose asi; preguntaba 
    el escribano, y corriendo 
    tiraba del cordelito 
    uno de los herederos, 
    e inclinaba la cabeza 
    para decir que sí el muerto. 
    Echólo de ver el zorro, 
    (que no debía ser lerdo) 
    y quiso tener su parte 
    lucrativa en el enredo. 
    Pregunta con gravedad 
    si el rey, de su amor en premio, 
    al infrascrito escribano 
    deja trescientos mil pesos. 
    A la pregunta siguióse 
    de la sorpresa el silencio, 
    sin que el testador hiciera 
    el más leve movimiento; 
    lo cual visto por el zorro 
    dijo al vecino muy quedo: 
    «O se tira para todos, 
    o está para todos muerto.» 
    El de la cuerda, pensando 
    que no había otro remedio, 
    tiró para el escribano 
    e hízole coheredero; 
    que mal puede castigar 
    quien es de crímenes reo. 
    Por eso hace tanto daño 
    desde arriba el mal ejemplo 
    cómplices o acusadores 
    han de ser los subalternos 
    del jefe, que lo es en vano 
    no siendo en virtud primero. 
    Para reprender al malo 
    es la condición ser bueno, 
    sin lo cual la autoridad 
    es vana, vano el derecho. 

    Concepción Arenal (El Ferrol, 1820 - Vigo, 1893). Estudió en Madrid Derecho, Sociología, Historia, Filosofía e idiomas, teniendo incluso que acudir a clase disfrazada de hombre. Colaboró con Fernando de Castro en el Ateneo Artístico y Literario de Señoras, precedente de posteriores iniciativas en pro de la educación de la mujer como medio para alcanzar la igualdad de derechos. Dedicó buena parte de un inagotable activismo social e intelectual al estudio crítico de la realidad penal española. Se sirve de la experiencia acumulada en el desempeño de cargos oficiales de visitadora de cárceles de mujeres de A Coruña (1863) e inspectora de casas de corrección de mujeres (1868-1873) y, sobre todo, de su talento, sensibilidad e intuición para la redacción de obras que la sitúan en un puesto de gran relevancia en estudios penales europeos: Cartas a los delincuentes (1865), Estudios penitenciarios (1877). O visitador do preso (1893) es una de las obras de referencia para el estudio de las ideas centrales de su pensamiento penal. Valiente y adelantada a su tiempo, partidaria de un sistema penal moderno que hiciese posible la corrección del preso, las aspiraciones reformistas de Arenal se materializan con la llegada de la Segunda República.