La noche, perseguida, se entró por mi ventana:
—Méteme por tus ojos, escóndeme en tu olvido;
aun tu cuerpo, entreabierto, puede muy bien guardarme,
antes de que se entregue al cerrado abandono
que ya está desciñendo tu ardiente vestidura.
Antes de que en el sueño sin voluntad de origen
la razón se te pierda solamente en el goce:
ocúltame, me buscan, traigo el olor a sangre
y tal vez el delito y la muerte es mi sombra...
Ocúltame, la tierra que hoy es carne y te invade,
casi ni piel sostiene, pero es tumba y memoria.
Yo voy desordenada y hasta el suelo me siguen
donde llevo mi aurora y su puñal agudo.
Pero mis sueños huelen al sudor de los hombres,
a sus crímenes ínfimos y a sus manos en llamas.
No pueden perdonarme que mi beso, en el lodo,
llegue donde no encuentra la ley su pensamiento.
Me acerco dolorida, no niegues tu desvelo.
Guárdame, como al trigo el agua se incorpora
y, en él, la flor engendra, que ha de ser paz del cielo.
Méteme por tus ojos, escóndeme en tu olvido...
&
Mi cuerpo estaba huyendo; buscándole a la noche
la falsedad de un ángel que fingiera un reposo;
la engañadora imagen de un nombre de ceniza
que en el alcohol o el sueño, sin amor, me incendiara.
Mi cuerpo estaba huyendo; por las desiertas calles
de una ciudad sin suelo resbalaba impreciso,
deteniéndose al paso vulgar de la inocencia
y escapando al contacto con ella, por mi angustia.
Mi cuerpo estaba huyendo. Sin vuelo y sin raíces,
se arrastraba en la inmensa bóveda de los tiempos,
donde mueren los sueños desunidos y aislados
y el aire, como un negro fantasma, los corona.
Junto al olor caliente del pescado podrido,
de la fruta marchita y el vinagre, en acecho
la mujer entregaba su cabello constante,
herido por las uñas y la ardiente saliva.
Mis manos se enredaban a la piel de los hombres
que, abiertos, derramaban sus entrañas sin fuego;
mis voces se mezclaban a la luz del cigarro
y a ese rumor más hábil que engendra la denuncia.
La delincuencia, en roce nocturno con la envidia,
sobre el cristal dormido de los blandos hogares
acercaba en mi rostro indagador y astuto,
para hurtar un consuelo que mi paz no alcanzaba.
Y la luna, gimiendo, se clavaba en el árbol,
con la burla precisa del nivel de su tiempo.
Golpe a golpe sonaban las plumas de mi espalda
y su navaja el aire, por mi espalda, blandía.
Mi cuerpo estaba huyendo. Sonaba una cadena
y en la puerta del cielo mis manos golpeaban:
— ¡Abrid, abrid, las sombras por dentro me persiguen
y las sombras de fuera mis manos acuchillan!...
Desperté estando muerto: Mis sábanas sangraban...
—¡Abrid, abrid! ¡Las sombras!...
La noche, perseguida, se entró por mi ventana
y era a la noche misma, a quien yo perseguía.