Escribo y sé que mi escritura es falsa, porque tan sólo vierte a golpes mínimos —deformado en la lucha— un pensamiento que, internándose en mí, buscó crecerse. Tal vez en el silencio su armonía mejor aumenta y da mejor su fuerza. ¿Por qué me obliga entonces a escribirlo? ¿Es aire mi papel? ¿Aire es la pluma? La tinta ¿es aire? Y mi memoria ¿piensa en mi cuerpo —que es aire— su intención?... Y no escribo. Me voy a otro mandato que, enfrentándose a mí, va conduciendo mi ausencia, ya total, a su destino. Cojo el papel, lo quemo, y todo el aire sostiene, escrito en él, a un pensamiento.
Se levantan lo muertos; respetad a la sombra. Si la Muerte se erige como fi el del combate, que los paños solemnes del silencio lo cubran, que suspendan las armas su voz en la tormenta.
Tan blanca, sin figura, ya tu mano levanta la esquina de mi sueño... ¿Por dónde va tu carne? ¡Qué huida!: Monte, luz, aire... Mas tu mano en mi sueño: ¡qué rama baja el cielo!... Este brazo tan largo me va a unir con tu alma.
Escribo y sé que mi escritura es falsa, porque tan sólo vierte a golpes mínimos —deformado en la lucha— un pensamiento que, internándose en mí, buscó crecerse. Tal vez en el silencio su armonía mejor aumenta y da mejor su fuerza.
Cuando era primavera en España: frente al mar, los espejos rompían sus barandillas y el jazmín agrandaba su diminuta estrella, hasta cumplir el límite de su aroma en la noche.
—Méteme por tus ojos, escóndeme en tu olvido; aun tu cuerpo, entreabierto, puede muy bien guardarme, antes de que se entregue al cerrado abandono que ya está desciñendo tu ardiente vestidura.