Quiero vivir un invierno
en la Antártida,
entre vientos huracanados
y sin ver la luz en tres meses.
Cuando despegue
el último avión hacia el norte,
nos quedaremos mirándonos los pocos
que se mirarán largamente.
Jugaremos ajedrez
oyendo a Mozart y a Sinatra,
enloqueciendo un poco
bajo los focos iguales,
y escucharemos Neblina morada
de Jimy Hendrix
como se escucha
una canción romántica.
Como los pingüinos
que forman contra el frío una rueda
compacta que apenas se mueve,
sellaremos los pernos para que no entre la nieve.
Al cantar tendremos cuidado
de no separar las estrofas
y escribiremos poemas en prosa
para no exponer demasiado los versos.
Y cuando el sol se oculte,
odiaremos los ojos de buey
que la noche ha vuelto
inútiles, perversos.
Desearemos como nunca que un oso
asome su hocico
y recordaremos que no hay osos en la Antártida,
y nos preguntaremos a qué vinimos,
qué nos atrajo de la Antártida,
sin osos polares
y sin un océano
abajo del hielo.
Se hundirá cada uno
en su propia neblina morada,
sin terapias costosas,
con sólo haber venido.
Sólo el reloj nos dirá
a qué hora ir a dormir
e iremos como cuando de niños
nos mandaban temprano a la cama,
apagaban las luces
y nos dejaban ojiabiertos
en lo oscuro, en el castigo
de una noche antártica.
Soñaremos, juntando los Polos
en un paraje equis,
la llegada de los osos,
que no soportarán el frío del sur.
Soñaremos con osos que no soportan el frío
y a la postre se mueren,
que es el sueño más triste que se tiene
en estas latitudes.