La miseria se ríe con sórdida chuleta, su perro lazarillo le regala un festín. En sus funambulescos calzones va un poeta, y en su casaca el huérfano que tiene por delfín.
El hambre es su pandero, la luna su peseta y el tango vagabundo su padre nuestro. Crin de león, la corona. Su baldada escopeta de lansquenete impávido suda un fogoso hollín.
Va en dominó de harapos, zumba su copla irónica. Por antifaz le presta su lienzo la Verónica. Su cuerpo, de llagado, parece un huerto en flor.
Y bajo la ignominia de tan siniestra cáscara, Cristo enseña a la noche su formidable máscara de cabellos terribles, de sangre y de pavor.
Tú apaciguas mis horas batalladas, con aquella suave tristeza que es la nobleza de las vidas elevadas. Y en el misterio singular de tu suerte —grave perfume de sombría flor— la pureza de tu amor te da el deseo de la muerte.
Soñé la muerte y era muy sencillo: Una hebra de seda me envolvía, y a cada beso tuyo con una vuelta menos me ceñía. Y cada beso tuyo era un día. Y el tiempo que mediaba entre dos besos una noche. La muerte es muy sencilla.
Con el corazón y la cabeza en incompatible matrimonio, el buen pescador busca un testimonio a sus frustrados sueños, en su propia tristeza. Su poético desvarío, dos años ha que refresca en el desamparo azul del lago frío,
Yo andaba solo y callado porque tú te hallabas lejos; y aquella noche te estaba escribiendo, cuando por la casa desolada arrastró el horror su trapo siniestro.
Bajo la calma del sueño, calma lunar, de luminosa seda, la noche como si fuera el blando cuerpo del silencio, dulcemente en la inmensidad se acuesta. Y desata su cabellera en prodigioso follaje de alamedas.