Muchachos
que nunca fuisteis compañeros de mi vida,
adiós.
Muchachos
que no seréis nunca compañeros de mi vida
adiós.
El tiempo de una vida nos separa
infranqueable:
a un lado la juventud libre y risueña;
a otro la vejez humillante e inhóspita.
De joven no sabía
ver la hermosura, codiciarla, poseerla;
de viejo la he aprendido
y veo a la hermosura, mas la codicio inútilmente.
Mano de viejo mancha
el cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
pasar de largo junto a la tentación tardía.
Frescos y codiciables son los labios besados,
labios nunca besados más codiciables y frescos aparecen.
¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio?
Bien lo sé: no lo hay.
Qué dulce hubiera sido
en vuestra compañía vivir un tiempo:
bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
compartir bebida y alimento en una mesa.
Sonreír, conversar, pasearse
mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.
Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra gracia abren
en este transeúnte inmune en apariencia a ellas.
Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme, confiado,
adonde, anudado el roto hilo, diga y haga
lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí no supe.
Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
a morir, deseando
veros de nuevo, hermosos igualmente
en alguna otra vida.