Fue muy largo esta vez el año de las víboras,
duro como la trama que aprisiona el adiós en la sustancia inmóvil.
Sus nudos me ciñeron al vacío,
a la viga que corre sobre las sorpresivas salas del infierno
y que me balancea a punto de arrojarme,
a punto de ceder.
Fue cruel la temporada de las víboras
-la más cruel del bestiario-,
su látigo enredado a mis tobillos sometiendo el lugar
y su turbio veneno destilando la furia y el reclamo por mi
maldita boca,
contra todo perdón.
¿Y hasta dónde tapizarán con piedras tramposas mi camino?
¿Y hasta cuándo cancelarán la entrada de los más
deslucidos paraísos?
Donde había un jardín crecieron como locas las gramillas.
No hubo vino feliz ni el sol volvió a salir desde mi puerta.
Mi mesa está rajada; mi silla no está en pie.
En mi cama hizo nido el alacrán y las sábanas son sudarios congelados.
He perdido pedazos de mi cuerpo, trozos irrecobrables.
Mi alma fue estrujada como un mísero trapo,
molida en el abrazo constrictor de las víboras que se muerden la
cola alrededor de mi destino.
Porque no habrá relevo.
No habrá más rotación de sabandijas. Ningún cambio de piel.
Y desde cada cara vendrá Job a predicar su ejemplo,
erróneo, insuficiente, lamentable,
porque nunca, jamás, ninguna recompensa desandará la pérdida.