Ingrata la luz de la tarde,
la letanía en gris de plomo,
los olivos de azul cobarde,
el campo amarillo de cromo.
Se merienda sobre el camino,
entre polvo y humo de churros,
y manchan las heces del vino
las chorreras de los baturros.
Agria y dramática la nota
del baile. La sombra morada,
el plano desgrana una jota,
polvo en el viento de tronada...
El tiovivo su quimera
infantil erige en el raso:
en los caballos de madera
bate el reflejo del ocaso.
Como el monstruo del hipnotismo
gira el anillo alucinante,
y un grito pueril de histerismo
hace a la rueda el consonante.
Un chulo en el aire alborota,
un guardia le mira y se naja:
en los registros de la jota
está desnuda la navaja.
Y la daifa con el soldado
pide su suerte al pajarito:
los envuelve un aire sagrado
a los dos, descifrando el escrito.
La costurera endomingada,
en el columpio da su risa
y enseña la liga rosada
entre la enagua y la camisa.
El estudiante se enamora;
ve dibujarse la aventura
y su pensamiento decora
un laurel de literatura.
Corona el columpio su juego
con cantos. La llanura arde:
tornóse el ocaso de fuego;
los nardos ungieron la tarde.
Por aquel rescoldo de fragua
pasa el inciso transparente
de la voz que pregona: -¡Agua,
azucarillos y aguardiente!-
Vuela el columpio con un vuelo
de risas. Cayóse en la falda
de la niña la rosa del pelo,
y Eros le ofrece una en girnalda.
Se alza el columpio alegremente,
con el ritmo de onda en la arena,
onda azul donde asoma la frente
vespertina de una sirena.
Brama el idiota en el camino,
y lanza un destello rijoso
-bajo el belfo- el diente canino
recordando a Orlando furioso.
¡Un real, la cabeza parlante!
¡A la suerte del pajarito!
¡La foca y el hombre gigante!
¡Los gozos del Santo Bendito!
¡Naranjas! ¡Torrados! ¡Limones!
¡Claveles! ¡Claveles! ¡Claveles!
Encadenados, los pregones
hacen guirnaldas de babeles.
Se infla el buñuelo. La aceituna
aliñada reclama el vino,
y muerde el pueblo la moruna
rosquilla de anís y comino.