Esta emoción divina es de la infancia,
cuando felices el camino andamos
y todo se disuelve en la fragancia
de un domingo de Ramos.
El campo verde de una tinta tierna,
los montes mitos de amatista opaca,
la esfera de cristal como una eterna
voz de estrellas. ¡Un ídolo la vaca!
Aladas sombras en la gracia intacta
del ocaso, poblaron los senderos,
y contempló la luna, estupefacta,
el paso de los blancos mensajeros.
Negros pastores, quietos en los tolmos,
adivinan la hora en las estrellas.
Cantan todas las hojas de los olmos.
La mano azul del viento va entre ellas.
En su temblor azul, devoto y pronto,
tiene ansias de ideal la flor del lino,
ansias de deshojarse en el tramonto
y hacer de su temblor, temblor de trino.
El agua por las hierbas mueve olores
de frescos paraísos terrenales;
las fuentes quietas, oyen a las flores
celestes conversar en sus cristales.
Con reflejos azules y ligeros
el mar cantaba su odisea remota,
y se encendía bajo los luceros
que a los bajeles dicen la derrota.
Mi bajel, en el claro de la luna,
navegaba, impulsado por la brisa,
sobre ocultos caminos de fortuna...
¡Era el cielo cristal, canto y sonrisa!
Con el ritmo que vuelan las estrellas
acordaba su ritmo la resaca,
y peregrina en las doradas huellas
vi sobre el mar una nocturna vaca.
Mi alma, tendida como un vasto sueño,
se alegró bajo el árbol del enigma.
Ya enroscaba en la copa su diseño
flamígero, la sierpe del Estigma.
En mi ardor infantil no cupo el miedo.
La vaca vino a mí, de luz dorada,
y en sus ojos enormes, con el dedo
quise tocar la claridad sagrada.
Su ojo redondo, que copiaba el mundo,
me habló como la sierpe del pecado,
y busqué la manzana en su profundo
con un dedo de rosa levantado.