Cuando llego a casa tarde y es de noche y entro a besar a los niños
veo a mi hija con el brazo doblado alrededor de la cabeza,
su cara sumergida en lo inconsciente;
tan centrada por completo en su yo oscuro,
la boca que resopla con ligereza como alguien saciado
pero con una mueca leve de no haber tenido suficiente,
los ojos tan cerrados que uno pensaría que han girado sobre
el iris para mirar la parte posterior de la cabeza,
el globo ocular desnudo y marmóreo bajo el
párpado anhelante grueso y satisfecho,
descansa sobre la espalda en posición cerrada y de abandono
y el hijo en su habitación, oh, el hijo, está de lado en la cama,
una rodilla arriba como si estuviera escalando
peldaños escarpados en la noche,
y bajo el temblor fino de los párpados
sabes que sus ojos están abiertos de par en par,
mirando y vidriosos, con su azul
codicioso y cristalino en toda esta oscuridad, y
la boca está abierta, respira con dificultad por la subida
y jadea, la frente está arrugada
y pálida, los dedos largos encogidos,
la mano abierta, y en el centro de cada mano
la palma seca y sucia del niño
en calma, como si fuera una galleta. Lo miro en su
búsqueda, los músculos finos de sus brazos
apasionados y tensos, la miro a ella
con su rostro como el rostro de una serpiente que se hubiera tragado un ciervo,
contenta, contenta, y sé que si la despierto
sonreirá y volverá el rostro hacia mí
medio dormida y abrirá los ojos y
sé que si lo despierto a él
se sacudirá rápidamente y dirá No y se incorporará
y mirará a su alrededor en una inconsciencia
azulada, oh Señor, cómo
conozco a estos dos. Cuando el amor viene a mí y me pregunta
¿Qué sabes? Respondo Esta niña, este niño.