Había en una ocasión
en casa de cierto conde
que vive yo no sé dónde,
numerosa reunión.
Por costumbre que a ley pasa
y en verdad muy racional,
a las once, cada cual
retirábase a su casa.
Pues bien: las once sonaron,
para otra noche aplazada
dejaron una charada,
y todos se levantaron.
Uno de los concurrentes
oyó un extraño ruido,
aplicó atento el oído,
y exclamó: «¡Llueve a torrentes!»
Fue general la sorpresa
habiendo todos dejado
el cielo muy despejado;
y dijo así la condesa:
«Mientras aclara la noche,
tomad, señores, asiento
porque no tengo (y lo siento)
para conduciros coche.
Si sigue la tempestad,
preparando están la cena,
aunque no será tan buena
como lo és mi voluntad.»
A este agasajo sincero
el valor dan que se debe,
mas juzgan pasará en breve,
por ser fuerte, el aguacero.
Y siéntanse muy serenos
a esperar cerca del fuego
que deje de llover luego,
o que llueva un poco menos.
Uno que a cansarse empieza
«Quiero ver el chaparrón»
dijo; y abriendo el balcón
sacó fuera la cabeza.
«Pues señor, o no sé jota,
o no hay nubes en el cielo
y sequísimo está el suelo
y de agua no cae gota»,
dice. Y vanse de contado
todos al propio balcón,
y con grande admiración,
ven que está el cielo estrellado.
Cáusales no poca risa
el quid pro quo singular,
y tratan de averiguar
la causa, aunque estén deprisa.
Pero esta causa, ¿cuál era?
Sencilla como otras muchas:
que estaba friendo truchas
marica, la cocinera.
Y el tal pescado al caer
en el aceite que hervía
un ruido producía
semejante al de llover.
Y era tal la semejanza
al través de las paredes
que (no lo tomen ustedes
a ponderación o chanza).
El más perspicaz oído,
puesto en igual condición,
la mismísima ilusión
por verdad hubiera tenido.
Imagine cada cual
si en la cosa más sencilla
(testigo esta fabulilla)
hay riesgo de juzgar mal.
Si en el ejemplo en cuestión
uno de esperar cansado
a él no se hubiera asomado,
o si no hubiera balcón.
Cenaran de buena gana,
marcháranse a recoger,
y aquel soñado llover
juraran por la mañana.
Esto recuerda el calor
con que gritan satisfechos
ciertos prójimos: «¡Los hechos,
pero los hechos, señor!»
Si yo solo de hechos trato
y confirman mi opinión,
¿dónde está la observación
de esos hechos, mentecato?
¿Tienes tú seguridad
que un hombre, sea el que fuere,
cuando un hecho te refiere
no ha faltado a la verdad?
¿Y si verídico fue,
afirmarás, por ventura,
que un error no te asegura,
iluso, de buena fe?
¿Ignora tu insuficiencia
los hechos al invocar
que ia ciencia de observar
es de muy pocos la ciencia?
Difícil la observación,
escasa la voluntad,
grande la comodidad,
de tener fija opinión.
Por eso cunde el error
llegando a nuestros oídos
estos gritos repetidos:
¡pero los hechos, señor!
A ellos debe responder
el hombre cuerdo y machucho:
«Los hechos enseñan mucho,
pero es a quien sabe ver.»