Sintiéndose enferma, vieja,
y viendo cerca la muerte,
con harto pesar advierte
su fin próximo una oveja.
Y si el momento postrero
mira con dolor profundo,
más que por dejar el mundo
es por su tierno cordero.
«De los peligros el nombre
-dice- ignoras, pobre bobo;
lo que es el hambre en el lobo
y lo que es gula en el hombre.
Mas yo sé dónde te dejo
y poco en la suerte espero,
pues como el rey, el carnero
rara vez muere el viejo.»
Afligida y pesarosa
inclina la triste frente,
mas le ocurre de repente
una idea luminosa.
«¡Idea de salvación!
¡Consuelo a mal tan acerbo!
-exclama-; ¡si yo conservo
las garras de un gran león!
¡Ah! Mi corazón predijo
cuando las oculté un día
que con ellas dar podría
defensa a mi pobre hijo!»
Hace un esfuerzo postrero,
las busca en pocos instantes,
y a la manera de guantes
se las coloca al cordero.
Sale el pobrete a campaña
y, aunque tarde, echa de ver
que en quererle defender
así, su madre se engaña.
Vese tan embarazado
con las garras para andar
que, aún queriéndolo evitar,
quédase atrás rezagado.
Y cuando su madre, llena
de dulce consuelo, expira
porque seguro le mira,
sirve a los lobos de cena.
Que si el maternal amor
por disculpable quimera
le dio las garras de fiera,
no la fuerza ni el valor.
Siempre un éxito fatal
guarda la naturaleza
al que incurre en la torpeza
de olvidar su natural.
En llegando la ocasión,
el más vano y altanero
hará lo que hizo el cordero
con las garras del león.