Dos perros, uno sapiente
y otro que nada sabía,
estaban hablando un día
de su vida diferente.
«La mía -dijo el primero-
está llena de delicias,
hácenme todos caricias,
como bien, y cuanto quiero.»
«Pues yo -exclamaba el segundo-
hambriento y apaleado,
soy el más desventurado
perro que existe en el mundo.»
«Mi amo -el sapiente añadió-
bien puede enseñarte a ti;
si aprendes como aprendí,
estarás como estoy yo.
Trabajando con afán,
te instruirías de contado,
y cuando estés educado,
vivirás como un sultán.»
«¡Yo educarme! ¡Qué ocurrencia!
En vano, amigo, te empeñas.
Bailar... Entender por señas...
¡Pues ya es menester paciencia!»
«Entonces, ¿por qué te quejas
si, por vivir en holganza,
la más risueña esperanza
indolente y necio dejas?»
Como el perro observo yo
que todos quieren tener
las ventajas del saber,
pero su trabajo, no.