«¡Oh! Enojosa luz del día!
¡Del sol horrible presencia!
¡Y cuán dulce la existencia
sin vosotros gozaría!
¡Entonces con libertad
saliera yo a cualquier hora
sin huir como hago ahora
la enemiga claridad!
¿La providencia está ciega?...
¿Cómo, en mi querella triste,
aunque justicia me asiste,
siempre justicia me niega?»
Esto un murciélago dijo
poco antes de amanecer,
al tiempo de irse a meter
cual solía en su escondrijo.
Escuchóle un ruiseñor
viendo, de cólera lleno,
cómo de razón ajeno
blasfema del Criador.
Y díjole: «¡Miserable!
¿Cómo has osado juzgar
lo que no puede alcanzar
tu pequenez despreciable?
¿Ni tu estólida osadía
cómo conseguir pretende
porque tus ojos ofende
que en noche se torne el día?
Sabes que, si complacerte
quisiera Dios por capricho,
necio y repugnante bicho,
hallaras luego la muerte?
A ti, insolente hablador,
fuérate el cambio fatal,
que si la luz te hace mal
has menester el calor.
¿Quién en más de una ocasión
no ha visto la copia fiel
del murciélago en aquel
que maldice la razón?
¿Qué hicieras sin ella, di,
maldiciente a quién deslumbra?
Ella a unos pocos alumbra
y éstos te guían a tí.»