El otoño, muchachos. Ha llegado sin sentirlo siquiera, lluvioso, melancólico, callado. El familiar bullicio de la acera tan alegre en las noches de verano se va apagando a la oración. La gente abandona las puertas más temprano. Las abandona silenciosamente. Tardecita de otoño, el ciego entona menos frecuente el aire que en la esquina gemía el organillo ¡qué tristona anda, desde hace días, la vecina! ¿La tendrá así algún nuevo desengaño? Otoño melancólico y lluvioso, ¿qué dejarás, otoño, en casa este año? ¿Qué hoja te llevarás? Tan silencioso llegas que nos das miedo.
Sí, anochece y te sentimos, en la paz casera, entrar sin un rumor ¡cómo envejece nuestra tía soltera!
El otoño, muchachos. Ha llegado sin sentirlo siquiera, lluvioso, melancólico, callado. El familiar bullicio de la acera tan alegre en las noches de verano se va apagando a la oración. La gente abandona las puertas más temprano.
Cuando escucho el rojo violín de tu risa, en el que olvidados acordes evocas, un cálido vino — licor de bohemia — me llena el cerebro de músicas locas.
Desde hace una semana falta ese parroquiano que tiene una mirada tan llena de tristeza y, que todas las noches, sentado junto al piano bebe, invariablemente, su vaso de cerveza
Has vuelto, organillo. En la acera hay risas. Has vuelto llorón y cansado como antes. El ciego te espera las más de las noches sentado a la puerta. Calla y escucha. Borrosas memorias de cosas lejanas evoca en silencio, de cosas