El velorio, de Evaristo Carriego | Poema

    Poema en español
    El velorio

    Como ya en el barrio corrió la noticia, 
    algunos vecinos llegan consternados, 
    diciendo en voz baja toda la injusticia 
    que amarga la suerte de los desdichados... 

    A principios de año, repentinamente 
    murió el mayorcito... ¡Si es para asustarse: 
    apenas lo entierran cuando fatalmente 
    la misma desgracia vuelve a presentarse! 

    En medio del cuadro de caras llorosas 
    que llena el ambiente de recogimiento, 
    el padre recibe las frases piadosas 
    con que lo acompañan en el sentimiento... 

    Los íntimos quieren llevárselo afuera, 
    pues presienten una decisión sombría 
    en su mirar fijo: de cualquier manera 
    con desesperarse nada sacaría... 

    Porque hay que ser hombre, cede a las instancias 
    de los allegados, que fingen el gesto 
    de cansancio propio de las circunstancias: 
    — Paciencia, por algo Dios lo habrá dispuesto! 

    La forma expresiva de las condolencias 
    narra lo sincero de las aflicciones, 
    que « recien » en estas duras emergencias 
    se aprecian las pocas buenas relaciones. 

    Entre los amigos que han ido a excusarse 
    uno que otro padre de familia pasa 
    a cumplir, sintiendo no poder quedarse: 
    — ... ellos también tienen enfermos en casa! 

    Encuentran el golpe realmente sensible 
    aunque irreparable, saben que sus puestos 
    están allí, pero... les es imposible 
    al fin crían hijos y se hallan expuestos... 

    Como habla del duelo todo el conventillo 
    vienen comentarios desde la cocina, 
    mientras el teclado del ronco organillo, 
    más ronco y más grave solloza en la esquina. 

    Las muchas vecinas que desde temprano 
    fueron a brindarse, siempre cumplidoras, 
    están asombradas... ¡El era bien sano, 
    y en tan corto tiempo: cuarenta y ocho horas! 

    ¡Parece mentira! ¡Pobre finadito!... 
    Nunca, jamás daba que hacer a la gente: 
    ¡había que verlo, ya tan hombrecito, 
    tan fino en sus modos y tan obediente! 

    La angustiada madre, que llorando apura 
    el cáliz que el justo Señor la depara, 
    muestra a las visitas la vieja figura 
    con que la noche antes él aún jugara. 

    Y, afanosamente, buscando al acaso, 
    halla entre las vueltas de una serpentina, 
    aquel desteñido traje de payaso 
    que le regalase su santa madrina. 

    Y la rubia imagen a la cual rezaba 
    truncas devociones de rezos tardíos, 
    ¡ha, que unción la suya, cuando comenzaba: 
    «Jesús Nazareno, rey de los judíos»!... 

    Como esas benditas cosas no la dejan, 
    y ella torna al mismo fúnebre relato 
    y va siendo tarde, todas la aconsejan 
    cariñosamente recostarse un rato. 

    Muchas de las que hace tiempo permanecen 
    con ella, se marchan, pues no les permite 
    quedarse la hora, pero antes se ofrecen 
    para algo de apuro que se necesite... 

    Las de « compromiso » van abandonando 
    silenciosamente la pieza mortuoria: 
    sólo las parientes se aguardan, orando 
    por el angelito que sube a la Gloria. 

    La crédula hermana se acerca en puntillas, 
    a ver, nuevamente, «... si ya está despierto...» 
    y le llama y pone sus frescas mejillas 
    sobre la carita apacible del muerto. 

    En el otro cuarto se tocan asuntos 
    de interés notorio: programas navales, 
    cuestiones, alarmas, crisis y presuntos 
    casos de conflictos internacionales. 

    Mientras corre el mate, se insinúan datos 
    sobre las carreras y las elecciones, 
    y la «fija, al freno», de los candidatos 
    es causa de algunas serias discusiones. 

    Como no es posible que en esos instantes, 
    y habiendo muchachas, puedan sostenerse 
    sin ningún motivo temas semejantes, 
    los juegos de prendas van a proponerse. 

    Varios se retiran como pesarosos 
    de no acompañarlos: no hay otro remedio, 
    quizás esperasen, sin duda gustosos, 
    si fuerzas mayores que están de por medio... 

    Y, al dejar al padre menos afligido, 
    a las susurradas frases de la breve 
    triste despedida, sigue el convenido 
    casi misterioso: — «Mañana a las nueve».