El gusano, de Roberto Bolaño | Poema

    Poema en español
    El gusano

    Demos gracias por nuestra pobreza, dijo el tipo vestido con harapos. 
    Lo vi con este ojo: vagaba por un pueblo de casas chatas, 
    hechas de cemento y ladrillos, entre México y Estados Unidos. 
    Demos gracias por nuestra violencia, dijo, aunque sea estéril 
    como un fantasma, aunque a nada nos conduzca, 
    tampoco estos caminos conducen a ninguna parte. 
    Lo vi con este ojo: gesticulaba sobre un fondo rosado 
    que se resistía al negro, ah, los atardeceres de la frontera, 
    leídos y perdidos para siempre. 
    Los atardeceres que envolvieron al padre de Lisa 
    a principios de los cincuenta. 
    Los atardeceres que vieron pasar a Mario Santiago, 
    arriba y abajo, aterido de frío, en el asiento trasero 
    del coche de un contrabandista. Los atardeceres 
    del infinito blanco y del infinito negro. 

    Lo vi con este ojo: parecía un gusano con sombrero de paja 
    y mirada de asesino 
    y viajaba por los pueblos del norte de México 
    como si anduviera perdido, desalojado de la mente, 
    desalojado del sueño grande, el de todos, 
    y sus palabras eran, madre mía, terroríficas. 

    Parecía un gusano con sombrero de paja, 
    ropas blancas 
    y mirada de asesino. 
    Y viajaba como un trompo 
    por los pueblos del norte de México 
    sin atreverse a dar el paso, 
    sin decidirse 
    a bajar al D. F. 

    Lo vi con este ojo 
    ir y venir 
    entre vendedores ambulantes y borrachos, 
    temido, 
    con el verbo desbocado por calles 
    de casas de adobe. 
    Parecía un gusano blanco 
    con un Bali entre los labios 
    o un Delicados sin filtro. 
    Y viajaba de un lado a otro 
    de los sueños, 
    tal que un gusano de tierra, 
    arrastrando su desesperación, 
    comiéndosela. 

    Un gusano blanco con sombrero de paja 
    bajo el sol del norte de México, 
    en las tierras regadas con sangre y palabras mordaces 
    de la frontera, la puerta del Cuerpo que vio Sam Peckinpah, 
    la puerta de la Mente desalojada, el puritito 
    azote, y el maldito gusano blanco allí estaba, 
    con su sombrero de paja y su pitillo colgando 
    del labio inferior, y tenía la misma mirada 
    de asesino de siempre. 

    Lo vi y le dije tengo tres bultos en la cabeza 
    y la ciencia ya no puede hacer nada conmigo. 
    Lo vi y le dije sáquese de mi huella so mamón, 
    la poesía es más valiente que nadie, 
    las tierras regadas con sangre me la pelan, la Mente desalojada 
    apenas si estremece mis sentidos. 
    De estas pesadillas sólo conservaré 
    estas pobres casas, 
    estas calles barridas por el viento 
    y no su mirada de asesino. 

    Parecía un gusano blanco con su sombrero de paja 
    y su pistola automática debajo de la camisa 
    y no paraba de hablar solo o con cualquiera 
    acerca de un poblado que tenía 
    por lo menos dos mil o tres mil años, 
    allá por el norte, cerca de la frontera 
    con los Estados Unidos, 
    un lugar que todavía existía, 
    digamos cuarenta casas, 
    dos cantinas, 
    una tienda de comestibles, 
    un pueblo de vigilantes y asesinos 
    como él mismo, 
    casas de adobe y patios encementados 
    donde los ojos no se despegaban 
    del horizonte 
    (de ese horizonte color carne 
    como la espalda de un moribundo). 
    ¿Y qué esperaban que apareciera por allí?, 
    pregunté. 
    El viento y el polvo, tal vez. 
    Un sueño mínimo 
    pero en el que empeñaban 
    toda su obstinación, toda su voluntad. 

    Parecía un gusano blanco con sombrero de paja y un Delicados 
    colgando del labio inferior. 
    Parecía un chileno de veintidós años entrando en 
    el Café La Habana 
    y observando a una muchacha rubia 
    sentada en el fondo, 
    en la Mente desalojada. 
    Parecían las caminatas a altas horas de la noche 
    de Mario Santiago. 

    En la Mente desalojada. 
    En los espejos encantados. 
    En el huracán del D. F. 
    Los dedos cortados renacían 
    con velocidad sorprendente. 
    Dedos cortados, 
    quebrados, 
    esparcidos 
    en el aire del D. F. 

    • Atiende esto, hijo mío: las bombas caían 
      sobre la Ciudad de México 
      pero nadie se daba cuenta. 
      El aire llevó el veneno a través 
      de las calles y las ventanas abiertas. 
      Tú acababas de comer y veías en la tele 
      los dibujos animados. 

    • Demos gracias por nuestra pobreza, dijo el tipo vestido con harapos. 
      Lo vi con este ojo: vagaba por un pueblo de casas chatas, 
      hechas de cemento y ladrillos, entre México y Estados Unidos. 
      Demos gracias por nuestra violencia, dijo, aunque sea estéril 

    • A veces sueño que Mario Santiago 
      viene a buscarme con su moto negra. 
      Y dejamos atrás la ciudad y a medida 
      que las luces van desapareciendo 
      Mario Santiago me dice que se trata 
      de una moto robada, la última moto 
      robada para viajar por las pobres tierras 

    • Extraño maniquí de una tienda del Metro, 
      qué manera de observarme 
      y presentirme más allá de todo puente 
      mirando el océano o un lago enorme 
      como si de él esperara aventura y amor 
      Y puede un grito de muchacha en plena noche 

    • En el camino de los perros mi alma encontró 
      a mi corazón. Destrozado, pero vivo, 
      sucio, mal vestido y lleno de amor. 
      En el camino de los perros, allí donde no quiere ir nadie. 
      Un camino que sólo recorren los poetas 
      cuando ya no les queda nada por hacer. 

    • Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián 
      y tenía 17 años y había perdido un hijo. 
      El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol, 
      espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal 

    • Era más hermosa que el sol 
      y yo aún no tenía 16 años. 
      24 han pasado 
      y sigue a mi lado. 

      A veces la veo caminar 
      sobre las montañas: es el ángel guardián 
      de nuestras plegarias. 
      Es el sueño que regresa