Murió, yo no sé en qué parte.
Un escultor afamado,
muy digno de ser contado
entre los genios del arte.
Vendió al punto el heredero
sus estatuas de más precio;
la más bella compró un necio
escultor muy chapucero.
Y sin que nada le arguya
sobre el caso la conciencia,
tiene la bella ocurrencia
de hacerla pasar por suya.
«Falta el ropaje y un pie;
pues bien, lo hago en un momento,
como propia la presento,
(dice) y fama ganaré.»
El robador, dicho y hecho,
(aprisa, que el tiempo apremia)
vístela, y en la Academia
la presenta satisfecho.
Ábrese la exposición,
pasan los indiferentes;
mas de los inteligentes
fija al punto la atención.
«Que es obra, dicen, se ve
de un artista de talento.
Fuera en verdad un portento
pero ese traje... ese pie...»
Y era así, que el personaje,
destello de un genio audaz,
raro y grotesco disfraz
tenía, en vez de ropaje.
Llegó el día señalado,
vase, en fin, el premio a dar,
mas su fallo al pronunciar,
duda el imparcial jurado.
«¡Bella estatua! ¡Obra maestra!
-dicen-; no tiene rival;
pero ese traje fatal
grande estupidez demuestra.»
De los jueces un señor
que sin duda nació juez
les dijo: «Por esta vez
llamemos aquí al autor.
Vuestra noble probidad
trate, como a ello se inclina,
no de seguir la rutina
sino de hallar la verdad.»
Tiene por justo el motivo
la artística reunión,
y de la estatua en cuestión
viene el padre putativo.
El juez que le hizo llamar,
después de observarle bien,
con mal oculto desdén
empiézale a interrogar.
«De esta estatua (hablad aquí
de la verdad el lenguaje),
¿hicisteis vos el ropaje?»
Y el hombre afirma que sí.
«Entonces, andad con Dios;
el que tal obra ha esculpido
y el autor de ese vestido
por fuerza deben ser dos.
De artesanos en el gremio
tal vez podréis conseguir
dinero con qué vivir,
mas no del artista el premio.»
Hombre vano que te empleas
en pescar acá y allá
al que viene y al que va
las más notables ideas.
Mira que es tiempo perdido,
su alcance el necio no siente
y apercíbese el prudente
que es solo tuyo el vestido.